La Metrópolis y la vida mental / Georg Simmel

Los problemas más profundos de la vida moderna se derivan de la demanda que antepone el individuo, con el fin de preservar la autonomía e individualidad de su existencia, frente a las avasalladoras fuerzas sociales que comprenden tanto la herencia histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida. La lucha contra la naturaleza que el individuo ha desarrollado para su subsistencia corporal logra, bajo esta forma moderna, una más de sus transformaciones. El siglo XVII hizo un llamado para que el hombre se liberara a sí mismo de todas las ataduras que parten del Estado, de la religión, de la moral y de la economía. La naturaleza del hombre, común a todos y originalmente buena, debe por lo tanto desarrollarse sin obstáculos. El siglo XIX además de exigir una mayor libertad, demandó la especialización del hombre y de su trabajo de acuerdo con criterios funcionales; este proceso de especialización hace que cada individuo se vuelva incomparable a otro y que cada uno de ellos se vuelva indispensable en el mayor grado posible. Sin embargo, esta especialización hace que cada hombre dependa más directamente de las actividades complementarias de todos los demás.

Nietzsche considera que el desarrollo completo del hombre está condicionado por la más brutal de las luchas; el socialismo, por su parte, cree en la supresión de toda competencia por esta razón precisamente. Sea como fuere, en todas las posiciones que se han mencionado hasta ahora encontramos una misma preocupación básica: el que la persona se resista a ser suprimida y destruida en su individualidad por cualquier razón social, política o tecnológica. Cualquier investigación acerca del significado interno de la vida moderna y sus productos o, dicho sea en otras palabras, acerca del alma de la cultura, debe buscar resolver la ecuación que las estructuras como las metrópolis proponen entre los contenidos individuales y supraindividuales de la vida. Tal investigación debe responder a la pregunta de cómo la personalidad se acomoda y se ajusta a las exigencias de la vida social. Es precisamente a esta pregunta a la que me abocaré en este trabajo.

El tipo de individualidad propio de las metrópolis tiene bases sociológicas que se definen en torno de la intensificación del estímulo nervioso , que resulta del rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones externas e internas. Siendo el hombre un ser diferenciante, su mente se ve estimulada por el contraste entre una impresión momentánea y aquella que la precedió. Por otra parte, las impresiones duraderas, las que se diferencian ligeramente la una de la otra, así como las que al tomar un curso regular y habitual muestran contrastes habituales y regulares, utilizan, por así decirlo, un grado menor de conciencia que el tumulto apresurado de impresiones inesperadas, la aglomeración de imágenes cambiantes y la tajante discontinuidad de todo lo que capta una sola mirada; conforman este conjunto, precisamente, las situaciones sicológicas que se obtienen en las metrópolis. Con el cruce de cada calle, con el ritmo y diversidad de las esferas económica, ocupacional y social, la ciudad logra un profundo contraste con la vida aldeana y rural, por lo que se refiere a los estímulos sensoriales de la vida síquica. La metrópoli requiere del hombre –en cuanto criatura que discierne- una cantidad de conciencia diferente de la que le extrae la vida rural. En esta última, tanto el ritmo de la vida, como aquel que es propio a las imágenes sensoriales y mentales, fluye de manera más tranquila y homogénea y más de acuerdo con los patrones establecidos.

Ello explica, sobre todo, el carácter intelectualista de la vida síquica en las metrópolis, en contraposición con el de los pueblos y pequeñas ciudades, que descansa mucho más en relaciones emocionales profundas. Estas últimas relaciones están ancladas en las capas más profundas de la psiquis y se desarrollan más fácilmente bajo el ritmo sostenido de los hábitos ininterrumpidos. El intelecto, sin embargo, tiene su sede en las capas conscientes transparentes y altas de nuestra alma; es lo más adaptable de nuestras fuerzas interiores. El intelecto no requiere de conmociones o fuertes choques internos para acomodarse al cambio y al contraste de fenómenos. Por su parte, la mente más conservadora puede acomodarse al ritmo de las metrópolis únicamente a través de este tipo de experiencias emocionales. De esta manera, el tipo metropolitano de hombre –el cual, claro está, existe en mil y una variantes diferentes de individuo- desarrolla una especie de órgano protector que lo protege contra aquellas corrientes y discrepancias de su medio que amenazan con desubicarlo; en vez de actuar con el corazón, lo hace con el entendimiento. En esto, su conciencia superior y el intelecto asumen la prerrogativa por encima de los sentimientos psíquicos. Por esta razón la vida metropolitana resulta subyacente a este estado de alerta, consciente, así como al predominio de la inteligencia en el hombre metropolitano. La reacción a los fenómenos metropolitanos se maneja con esta capacidad, que resulta ser la menos sensible y la más alejada de las profundidades de la personalidad. Estas capacidades intelectuales propias de la vida metropolitana, desde esta perspectiva, se ven como una forma de preservar la vida subjetiva ante el poder avasallador de la vida urbana. Estas mismas capacidades intelectuales se ramifican en múltiples direcciones y se integran con muchísimos fenómenos discretos.

La metrópoli siempre ha sido la sede de la economía monetaria. Es aquí donde la multiplicidad y concentración del intercambio económico le otorgan a los medios de intercambio una importancia que el volumen del comercio rural no le hubiese permitido. La economía monetaria y el predominio del intelecto están intrínsecamente conectados. Ambos guardan una actitud casual respecto al trato con los hombres y las cosas a tal grado que, dentro de esta actitud, la justicia formal se califica muchas veces como dureza injustificada. La persona intelectualmente sofisticada es indiferente a toda forma genuina de individualidad, dado que las relaciones que resultan de ellas no pueden ser cubiertas por las operaciones lógicas. De la misma manera, la individualidad de los fenómenos no es conmensurable con el principio pecuniario.

El dinero hace referencia a lo que es común a todo; el valor de cambio reduce toda calidad e individualidad a la pregunta: ¿cuánto cuesta?

Todas las relaciones emocionales íntimas entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las relaciones racionales el hombre es equiparable con los números, como un elemento, indiferente en sí mismo. Sólo los logros objetivamente medibles resultan de interés. Es así como el hombre metropolitano juzga a sus abastecedores y a sus clientes, a sus sirvientes domésticos y, algunas veces, aun a las personas con las que está obligado a tener relaciones sociales. Estas características de la actitud intelectual contrastan con la naturaleza de los pequeños círculos, en los cuales el conocimiento inevitable de la individualidad necesariamente produce un tono más cálido de comportamiento, mismo que está más allá de llegar a sopesar objetivamente los servicios prestados y los recibidos, la prestación y la contraprestación.

En la esfera de la sicología de los grupos pequeños resulta importante considerar que, bajo condiciones primitivas, la producción le sirve al cliente que ordena el producto, de tal manera que el productor y el consumidor están relacionados y se conocen. La metrópoli moderna, por su parte, está abastecida casi enteramente por producción para el mercado; esto es, para compradores desconocidos por completo, que nunca entran en el campo visual del productor. A través de este anonimato los intereses de cada parte adquieren un carácter casual, casi despiadado. Así, los intereses económicos racionalmente calculados por cada parte, no necesitan tener modificación alguna en el trato comercial debido a los imponderables propios de las relaciones personales. La economía monetaria domina la metrópoli; ha desplazado las últimas supervivencias de la producción doméstica y del trueque directo de productos; minimiza, asimismo, la cantidad de productos hechos sobre pedido. La actitud casual está tan obviamente interrelacionada con la economía del dinero, dominante en la metrópoli, que nadie puede decir si la mentalidad intelectualizante promovió a la economía monetaria o si, por el contrario, fue esta última la que determinó la mentalidad intelectualizante. El tipo metropolitano de vida es, ciertamente, el suelo más fértil para esta reciprocidad entre economía y mentalidad, mismo punto que documentaré citando el juicio del más eminente historiador constitucionalista inglés: a través de todo el curso de la historia inglesa, Londres nunca ha actuado como el corazón de Inglaterra, aunque, algunas veces, haya actuado como su intelecto y siempre como su monedero.

En algunos rasgos aparentemente insignificantes que yacen en la superficie de la vida las mismas corrientes síquicas se juntan. La mente moderna se ha vuelto cada vez más calculadora. La exactitud en el cálculo que se da en la vida práctica de la economía monetaria corresponde al ideal de la ciencia natural, a saber, la transportación del mundo a un problema aritmético, así como a fijar cada parte del mundo por medio de fórmulas matemáticas. Únicamente la economía monetaria ha podido llenar tanto los días de tantas gentes con operaciones de cálculo, peso y determinaciones numéricas, así como con una reducción de los valores cualitativos a valores cuantitativos. A través de la naturaleza calculadora del dinero se ha logrado que las relaciones entre todos los elementos componentes de la vida del hombre adquieran una nueva precisión, una certeza en la definición de las identidades y de las diferencias; y una falta de ambigüedad en los pactos, tratos, compromisos y contratos. Una manifestación externa de esta tendencia hacia la precisión es la difusión universal de los relojes de pulsera. Estas condiciones de la vida metropolitana, en cualquier caso, son al mismo tiempo causa y efecto de este rasgo. Las relaciones y los negocios del metropolitano típico son, usualmente, de una índole tan variada y compleja, que, sin la más estricta de las puntualidades en sus promesas y servicios toda la estructura se disolvería en un caos inextricable. Pero por encima de todo dicha necesidad está dada por la integración imperativa de un agregado muy grande de personas con intereses diferenciados en un solo organismo altamente complejo. Si únicamente los relojes de Berlín se desincronizaran por tan sólo una hora, las comunicaciones, la vida económica de la ciudad toda se derrumbaría parcialmente por algún tiempo. Amén que un factor meramente externo, las grandes distancias, traería como consecuencia que toda espera y toda cita rota resultasen inaudita e insoportable pérdida de tiempo. De esta forma la técnica de la vida metropolitana es sencillamente inimaginable sin una integración puntualísima de toda actividad y relación mutua al interior de un horario estable e impersonal.

Las conclusiones generales de todo este trabajo de reflexión llegan, de nuevo aquí, al terreno de lo obvio.

En efecto, independientemente de la cercanía que guarde con la superficie, y desde cualquier punto de ésta, podremos sondear las profundidades de la psique y en ellas encontrar la conexión entre los factores externos más banales y las decisiones últimas sobre estilos y significados de la vida. La puntualidad, la exactitud y el cálculo se imponen sobre la vida por la dilatada complejidad de la existencia metropolitana y no únicamente por su conexión íntima con la economía monetaria y el carácter intelectualizante. Dentro de la óptica anterior, estos rasgos matizarían los contenidos de la vida y favorecerían la exclusión de aquellos detalles e impulsos irracionales, instintivos y voluntariosos que pretenden el modo de vida desde adentro, en lugar de recibir desde afuera una forma de vida general y esquematizada con precisión. A pesar de que los tipos voluntariosos de personalidad –caracterizados por impulsos irracionales- no son por ningún motivo imposibles en la ciudad resultan ser, sin embargo, anímicos de una vida típica de la ciudad.

El odio acendrado de hombres como Nietszche y Ruskin a la metrópoli es comprensible precisamente en estos términos. Estos pensadores descubrieron en su ser mismo que la vida tenía valor únicamente en aquella existencia no programada que no puede ser definida con precisión de la misma manera para todos. Su odio a la economía monetaria y al intelectualismo de la vida moderna tiene idéntico origen al que guardaban hacia la metrópoli.

Los mismos factores que se conjugan para otorgarle exactitud y precisión detalladísimas a la forma de vida metropolitana son también los que han conjurado logrando una estructura de lo más impersonal; por otra parte, estos factores han promovido un grado muy alto de subjetividad personal. Tal vez no existe otro fenómeno síquico que sea tan incondicionalmente exclusivo a la metrópoli como la actitud: blasée. Esta actitud resulta, en primer término, de los estímulos a los nervios tan rápidamente cambiantes y tan encimadamente contrastantes. De lo anterior también parece surgir el florecimiento de lo intelectual en la metrópoli. Es por esto que la gente estúpida que no está viva intelectualmente no es precisamente blasée . Al igual que una vida de goce descontrolado trae como consecuencia la indiferencia, por excitar los nervios durante demasiado tiempo provocando sus reacciones más fuertes hasta que, finalmente, se vuelven incapaces de reacción alguna, así también las impresiones más inofensivas, debido a la velocidad y contraposición de sus cambios, obligan a respuestas tan poderosas, desgarran los nervios de una manera tan brutal que los obligan a entregar la última reserva de sus fuerzas y, al quedarse en el mismo ambiente, ya no tienen tiempo para acumular otras nuevas. Esto es precisamente lo que conforma esa actitud blasée que despliegan todos los niños metropolitanos cuando se les compara con los niños de medios ambientes más tranquilos y menos cambiantes.

Al origen fisiológico de la actitud blasée metropolitana se aúna otro factor que surge de la economía monetaria. La esencia de esta actitud radica en la insensibilidad ante la diferencia de las cosas. Esto no quiere decir que los contrastes marcados no sean percibidos, como sucede con quienes tienen abotargados sus sentidos, sino más bien que el significado y el valor diferencial de los casos –y por lo tanto los casos mismos- se ignoran al no considerárseles substanciales. Éstos, en efecto, se le presentan a la persona blasée bajo un tono gris e indiferenciado. Ningún objeto merece preferencia sobre otro. Esta disposición es el fiel reflejo de una economía monetaria completamente internizada. Al ser equivalente de todos los casos en la misma forma, el dinero se convierte en el nivelador más atroz; el dinero expresa todas las diferencias cualitativas de los casos en términos de ¿cuánto cuesta? Con toda su capacidad e indiferencia, el dinero se convierte en el común desarrollador de todos los valores y vacía, irreparablemente, el centro de los casos, su individualidad. Todos ellos se sitúan al mismo nivel y se distinguen entre sí sólo por el área que cubren. En cada caso individual esta colaboración, o para ser más exactos, decoloración de las cosas por intermediación del dinero puede ser irrelevante por pequeña. Sin embargo, a través de las relaciones de los ricos con los objetivos que se pueden adquirir por dinero y, tal vez aun por medio de la identificación total que la mentalidad del público contemporáneo les otorga a estos objetos, la evaluación exclusivamente pecuniaria de los objetos se ha extendido considerablemente.

Las grandes ciudades –las sedes más importantes del intercambio monetario- propician la mercantilización de las cosas de manera más impresionante y con mayor énfasis que las localidades pequeñas. Ésta es la razón por la que las ciudades constituyen, también, el entorno auténtico de la actitud blasée . Dentro de esta actitud la concentración tan alta de hombres y cosas estimula el sistema nervioso del individuo hasta a sus máximos grados de excitación. Por medio de la mera intensificación cualitativa de los mismos factores condicionantes esta excitación se transforma en su opuesto y desemboca en el hastío tan peculiar en la actitud blasée .

En este caso los nervios encuentran en el rechazo a reaccionar ante los estímulos la última posibilidad de acomodo frente a las formas y contenidos de la vida metropolitana. La autoconservación de ciertos tipos de personalidad se logra al precio de devaluar todo el mundo objetivo, y esta devaluación es la misma que finalmente arrastra a nuestra personalidad individual a sentir en carne propia la misma desvalorización.

Mientras que el sujeto, en esta forma de existencia, tiene que arreglárselas para sí mismo, su autoconservación frente a la gran ciudad demanda de él un comportamiento de naturaleza social no menos negativo que la actitud blasée . Esta disposición mental de los metropolitanos entre sí puede ser designada, desde una perspectiva formal, como reserva. Si uno respondiese positivamente a todas las innumerables personas con quien se tiene contacto en la ciudad –como sucede en las pequeñas localidades donde uno conoce a todos aquellos a quienes se encuentra y en donde se tiene una relación positiva con casi todo el mundo- uno se vería atomizado internamente y sujeto a presiones psíquicas inimaginables.

La reserva aparece como necesaria debido parcialmente a este hecho sicológico y, en parte, al derecho de desconfiar que tienen los hombres frente a los elementos “pisa y corre” de la vida metropolitana.

Como resultado de esta reserva a menudo ni siquiera conocemos de vista a nuestros vecinos por años. Es esta reserva la que nos hace fríos y descorazonados a los ojos de los habitantes de pequeñas ciudades. En efecto, si yo no me engaño, el núcleo de esta reserva externa no es sólo indiferencia sino –y esto en un grado mayor de lo que uno cree- que contiene una ligera omisión, un rechazo y extrañeza mutuos que se convertirán en odio y lucha en el momento mismo de un contacto más cercano, por cualesquiera causas.

Toda la organización interna de una vida comunicativa tan extensa descansa sobre una jerarquía extremadamente variada de simpatías, indiferencias y aversiones tanto de naturaleza efímera como prolongada. La esfera de la indiferencia en esta jerarquía no es tan grande como pudiera creerse en una primera instancia. Nuestra actividad psíquica todavía guarda la capacidad de reaccionar diferencialmente ante cada una de las impresiones que nos pueda causar una persona. El carácter cambiante, fluido e inconsciente de cada impresión parecería tener como resultado un estado de indiferencia. Sin embargo, esta indiferencia sería tan poco natural, como insoportable la indiscriminada difusión de sugerencias mutuas. La antipatía nos protege, precisamente, de estos dos peligros típicos de la metrópoli: la indiferencia y la extrema susceptibilidad a las sugerencias mutuas.

Una antipatía latente y un escenario listo para los antagonismos prácticos promueven la existencia de esas distancias y aversiones sin las cuales este modo de vida no podría llevarse a cabo. El estilo de vida metropolitano comprende inseparablemente en un mismo todo a su propia extensión, a las combinaciones de sus elementos, al ritmo de su surgimiento y desaparición, a las formas bajo las cuales se satisface, así como a los motivos que le imparten unidad en el sentido más estricto. Es por esta razón que lo que aparece de manera directa en el estilo metropolitano como una disociación es en realidad sólo una de sus formas de socialización.

A su vez, esta reserva, con sus matices de aversión oculta aparece como la forma o disfraz de un fenómeno mental metropolitano más general, que le concede al individuo un espacio y un tipo de libertad personal, sin parangón alguno bajo otras condiciones. La metrópoli se remonta a una de las grandes tendencias de desarrollo de la vida social como tal; a una de las pocas tendencias para las cuales se puede descubrir una fórmula que se aproxima a lo universal. La fase más temprana tanto de las formaciones sociales que consigna la historia, como de las estructuras sociales contemporáneas, es la siguiente: un círculo relativamente pequeño que está cerrado firmemente frente y contra otros círculos vecinos, extraños o, de alguna forma, antagónicos. Sin embargo, este círculo es ceñidamente coherente y sólo le permite a cada miembro un estrecho campo para el desarrollo de sus cualidades individuales y para la realización de movimientos libres cuya responsabilidad recaiga consigo mismo. Los grupos familiares o políticos, los partidos y asociaciones religiosas comienzan de esta manera. La supervivencia de las asociaciones muy jóvenes requieren que se establezcan fronteras estrictas, y una unidad centrípeta.

Es por esto que no pueden permitir libertad individual, como tampoco dejan que se desarrolle la personalidad externa o interna. A partir de este momento el desarrollo social procede, simultáneamente, en dos direcciones diferentes pero correspondientes. A medida que el grupo crece su unidad interna se refleja proporcionalmente y la rigidez original de los deslindes también se suaviza por medio de conexiones y relaciones mutuas con el exterior. Al mismo tiempo los individuos avanzan en materia de libertad de movimiento mucho más allá de la celosa demora inicial. Es así como el individuo logra una individualidad específica que hace posible y necesaria la división del trabajo del grupo en crecimiento. El Estado, el cristianismo, los gremios, los partidos políticos, así como innumerables grupos se han desarrollado de acuerdo con esta fórmula, a pesar –claro está- de lo mucho que las condiciones y fuerzas específicas de los respectivos grupos hayan modificado el esquema general. Me parece que este esquema es también claramente identificable en la evolución de la individualidad en la vida urbana. La vida en la pequeña ciudad de la Antigüedad y de la Edad Media interpuso barreras para prevenir el movimiento y las relaciones del individuo hacia el exterior, como también levantó vallas para contener la independencia y la diferenciación individual. La naturaleza de estas barreras era tal que el hombre actual la consideraría insoportable.

Aún hoy en día un hombre de la metrópoli se siente restringido cuando llega a un pueblo chico. Entre más pequeño sea el círculo que forma nuestro medio, y entre más restrinjan esas relaciones con elementos extraños al grupo que pudieran, por tanto, contribuir a la disolución de las fronteras del mismo, mayor será la ansiedad con que el grupo vigilará los logros, la conducta y las opiniones del individuo; así como también serán mayores las probabilidades de que una especialización cuantitativa y cualitativa rompa toda la estructura del pequeño círculo.

A este respecto la antigua polis parece haber tenido el mismo carácter que una pequeña ciudad. Con una existencia constantemente amenazada por enemigos cercanos y lejanos, la ciudad antigua desarrolla una estricta coherencia en lo político, impulsa la supervisión de un ciudadano por otro, apoya un gran celo del todo contra el individuo; el cual veía suprimida su vida particular a tal grado que sólo podía compensarlo actuando como tirano en su propia casa. Es por esto que la enorme emoción, la agitación y el colorido único de la vida ateniense pueden tal vez ser entendidos en términos de una situación en la que un pueblo de personalidades descomunalmente indivualistas lucha contra la constante presión interna y externa de una pequeña ciudad desindividualizante. Esto produjo una atmósfera tensa en la que los individuos más débiles eran suprimidos, mientras que aquellos con temperamentos más fuertes se veían incitados a probarse de la manera más apasionada. En esto radicaría la explicación de por qué precisamente en Atenas floreció lo que debería de ser llamado –sin que por esto constituya una definición exacta- el carácter humano general en el desarrollo intelectual de nuestra especie. Decimos lo anterior porque consideramos que tiene validez empírica e histórica la conexión siguiente: las formas y contenidos de vida más generales y extendidas son las que están más íntimamente ligadas con las formas y contenidos generales como las individuales, comparten enemigo en las formaciones y agrupaciones estrechas, cuyo mantenimiento las coloca en una actitud defensiva frente a la expansión y generalidad existentes fuera de ellas, como también frente a la libre individualidad en su interior.

De la misma manera que en los tiempos feudales el hombre libre era el que se encontraba bajo la jurisdicción legal general a un país; esto es, bajo la ley de una órbita social más amplia, mientras que el siervo era aquel cuyos derechos se derivaban del estrecho círculo de la asociación feudal y era excluido de la órbita más amplia. Así también el hombre metropolitano es “libre” en un sentido espiritualizado y refinado, en contraste con la mezquindad y los prejuicios que atan al hombre del pueblo chico.

La indiferencia y reserva recíprocas y las condiciones de vida intelectual de círculos muy grandes nunca se dejan sentir con mayor fuerza en el individuo –en tanto que impacto a su independencia- que cuando se encuentra en lo más espeso de una multitud metropolitana. Esto se debe a que la proximidad corporal y la estrechez del espacio hacen más visible la distancia mental.

Es obvio que el anverso de esta libertad sea bajo ciertas condiciones, el hecho de que en ningún lugar se llega a sentir tanto la soledad y la desubicación como entre la multitud metropolitana. Ya que aquí como en otras situaciones no resulta necesario que la libertad del hombre se vea reflejada en su vida emocional o en su confort.

No sólo el tamaño inmediato de un área y el número de personas que debido a la correlación histórica universal entre aumento de la extensión del círculo y libertad personal interna y externa han hecho de la metrópoli el ámbito de la libertad. Más bien, la ciudad le llega a convertir en la sede del cosmopolitanismo cuando llega a trascender esta expansión visible. El horizonte de la ciudad se expande de manera comparable a la forma en que crece la riqueza; una cierta proporción de la propiedad aumenta de manera casi automática en una progresión cada vez mayor. Tan pronto como se rebasa un cierto límite en el crecimiento de las relaciones económicas, personales e intelectuales de la ciudadanía, la esfera de predominio intelectual de la ciudad sobre su área de influencia aumenta en progresión geométrica. Cada avance en extensión dinámica se convierte en un paso más para el logro de una extensión nueva, desigual y mayor: de cada hilo conductor que surge de la ciudad brotan nuevos hilos como si lo pudieran hacer por sí mismos; así como en la ciudad el incremento no ganado en la renta del suelo –mismo que se logra por el aumento en las comunicaciones- le trae al dueño un aumento automático de ganancias. En este momento, el aspecto cuantitativo de la vida se transforma en rasgos de carácter cualitativos.

La esfera de la vida de una pequeña ciudad es, en lo fundamental, autárquica. Está en la naturaleza misma de la metrópoli el que su vida interna bañe con sus olas los lugares más apartados de la arena nacional o internacional.

En los casos en que una pequeña ciudad alcanza la prominencia a través de personalidades individuales, dicha importancia tendrá la misma duración que esas personalidades. Por su parte, la metrópoli se caracteriza por su independencia esencial aun de las personalidades más eminentes. La gran personalidad es la contrapartida de dicha independencia, y es el precio que el individuo ha de pagar por la independencia de que goza en la metrópoli.

La característica más significativa de la metrópoli es la extensión de sus funciones más allá de sus fronteras físicas. La eficiencia de sus funciones reacciona, le otorga peso, importancia y responsabilidad a la vida metropolitana. Así como el hombre no termina con los límites de su cuerpo o del área que comprende su actividad inmediata; sino más bien, es el propio rango de la persona, que se constituye por la suma de efectos que emanan de él en el tiempo y en el espacio. De la misma manera una ciudad consiste en la totalidad de efectos que se extienden más allá de sus confines inmediatos; sólo que dentro de ellos es donde se expresa su existencia. Este hecho hace evidente que la libertad individual, que es el complemento histórico y lógico de tal extensión no pueda ser entendida sólo en el sentido negativo de una mera libertad de movimiento y la eliminación de prejuicios y de un fariseísmo mezquino. El punto esencial es que el particularismo y la incomparabilidad, que posee cada uno de los individuos, pueda expresarse de alguna manera en la trama de un estilo de vida. Que nosotros seguimos las leyes de nuestra propia naturaleza –y esto es, después de todo, la libertad- llega a ser obvio y convincente para nosotros y los demás sólo si las expresiones de esta naturaleza son diferentes de las expresiones de otros.

Las ciudades son ante todo, sedes de la más alta división económica del trabajo. Ellas producen, por tanto, fenómenos extremos tales como, en París, el de la ocupación remuneraria de los habitantes de un barrio (el decimocuarto). Estas personas se identifican con anuncios en sus residencias y están listas a la hora de la cena con atuendo formal, de manera que puedan ser llamadas rápidamente si el número de personas en una cena fuese 13. En la medida de su expansión, la ciudad ofrecerá más y más condiciones decisivas para la división del trabajo. Ofrecerá un círculo que por su tamaño puede absorber una gran variedad de servicios. Al mismo tiempo, la concentración de individuos y su lucha por clientes obligan a la persona a especializarse en una función de la que no puede ser fácilmente desalojada por otra. Resulta crucial el que la vida urbana haya transformado la lucha con la naturaleza por la supervivencia en una lucha entre seres humanos por la ganancia, la cual no es cedida por la naturaleza sino por otros nombres.

Pero la especialización no surge sólo de la competencia por la ganancia sino también del hecho subyacente de que el vendedor debe buscar siempre la manera de encontrar necesidades nuevas y diferenciadas para atraer al cliente.

A fin de encontrar una fuente de ingresos que todavía no esté agotada y una función que no pueda ser cambiada, es necesario especializarse en los servicios que uno otorga. Este proceso promueve la diferenciación, el refinamiento y el enriquecimiento de las necesidades del público, las que obviamente llevan a diferencias personales crecientes entre este público.

Todo esto conforma la transición a la individualización de los rasgos psíquicos y mentales que la ciudad ocasiona en proporción a su tamaño. Hay toda una serie de causas obvias que fundamentan este proceso. En primer lugar, uno debe enfrentarse a la dificultad de reafirmar la personalidad propia dentro de las dimensiones de la vida metropolitana. En donde el aumento cuantitativo en importancia y el gasto de energía alcanzan sus límites, uno aprovecha la diferenciación cualitativa a fin de atraer de alguna manera la atención del círculo social manipulando su sensibilidad para con las diferencias.

Finalmente, el hombre se ve tentado a adoptar las peculiaridades más tendenciosas; esto es, las extravagancias específicamente metropolitanas de manierismos, caprichos y preciosismos. Ahora bien, el significado de estas extravagancias no radica en lo absoluto en los contenidos de tal comportamiento, sino más bien en su forma de ser diferente, de resaltar de manera espectacular y por ende, de atraer la atención. Para muchos tipos de personalidad, la única manera de salvaguardar para sí mismos un mínimo de amor propio, así como el sentimiento de llenar una posición importante, es indirectamente a través de la conciencia de otros. En el mismo sentido opera un factor aparentemente insignificante, cuyos efectos acumulativos son, sin embargo, visibles. Me refiero a la escasez y brevedad de los contactos interpersonales en la metrópoli en comparación con las relaciones sociales que se tienen en las ciudades pequeñas. La tentación de aparecer concentrado y altamente caracterizado, es mucho más asequible al individuo en situaciones de contacto metropolitano que a uno en una atmósfera en donde la asociación prolongada y frecuente garantiza la personalidad, con una imagen de sí mismo frente a otros sin ambigüedades.

La razón más profunda por la que una metrópoli llega a promover el impulso hacia la más individual de las existencias personales parece ser –sin importar si éstas son exitosas o están justificadas- la siguiente: el desarrollo de la cultura moderna se caracteriza por la preponderancia de lo que podríamos denominar el “espíritu objetivo” sobre el “espíritu subjetivo”. Esto es, se incorpora una suma de espíritu en los distintos niveles: en el lenguaje, el derecho, la tecnología de la producción, el arte, la ciencia y en los objetos mismos del ámbito doméstico. En su desarrollo intelectual el individuo sigue el crecimiento de este espíritu de manera muy imperfecta y a una distancia cada vez mayor.

Vemos retrospectivamente la inmensa cultura que durante los últimos cien años ha estado incorporada en las cosas, en el conocimiento, en las instituciones, en los conforts, y si comparamos todo esto con el progreso cultural del individuo durante el mismo periodo –por lo menos entre los estratos más altos- se evidenciará una desproporción pavorosa. En efecto, en algunos puntos se notan retrocesos en la cultura del individuo en cuanto a espiritualidad, delicadeza e idealismo. Esta discrepancia resulta, esencialmente, de la creciente división del trabajo; ya que la división del trabajo demanda del individuo logros crecientemente parciales. La grandísima ventaja del trabajo especializado muy frecuentemente significa un estrangulamiento de la personalidad individual. En todo caso, el individuo tiene una capacidad cada vez menor de enfrentarse con el supercrecimiento de la cultura objetiva; se ve reducido a una cantidad insignificante, tal vez menor en su propia conciencia que en su práctica social y que en la totalidad de esos oscuros estados emocionales que se deriva de dicha práctica.

El individuo se ha convertido en un simple engranaje de una enorme organización de poderes y cosas que le arrebata de las manos todo progreso, espiritualidad y valor para transformarlos a partir de su forma subjetiva en una forma de vida puramente objetiva. Sólo es necesario apuntar que la metrópoli es la arena genuina de esta cultura que trasciende toda vida personal. Aquí, en los edificios y en las instituciones educativas, en las maravillas y el confort de la tecnología conquistadora del espacio, en las formaciones de la vida comunitaria y en las instituciones visibles del Estado, se ofrece una solidez tan avasalladora del espíritu cristalizado y despersonalizado que la personalidad, por así decirlo, no puede mantenerse a sí misma bajo este impacto. Por una parte, la vida se hace infinitamente más fácil para la personalidad en tanto que por todas partes se le ofrecen estímulos e intereses, usos del tiempo y de la conciencia, mismos que transportan a la persona con la facilidad con que lo haría la corriente de un río.

Por otra parte, sin embargo, la vida se va conformando más y más de esos contenidos y ofrecimientos impersonales que tienden a desplazar las genuinas sutilezas y los rasgos incomparables de la persona. Esto tiene como resultado que el individuo conserve al máximo la singularidad y particularidad a fin de preservar su núcleo más personal. Tiene que exagerar este elemento personal para poder continuar escuchándose a sí mismo. La atrofia de la cultura individual a través de la hipertrofia de la cultura objetiva es una razón que explica el odio amargo que los predicadores del más extremo de los individualismos, sobre todo Nietzsche, guardan para la metrópoli. Pero ésta es también, efectivamente, una razón por la que esos predicadores son amados con tanta pasión en la metrópoli y por la que aparecen al hombre metropolitano como profetas y salvadores de sus deseos más insatisfechos.

Si uno se pregunta por la posición histórica de estas dos formas de individualismo que son alimentados por la relación cuantitativa de la metrópoli, a saber, la independencia individual y la elaboración de la individualidad misma, entonces la metrópoli asume un rango enteramente nuevo en la historia mundial del espíritu. El siglo XVIII encontró al individuo sujeto a lazos opresivos que ya no tenían ningún significado –lazos de carácter político, agrario, gremial y religioso. Éstos eran limitantes que, por así decirlo, imponían al hombre una forma antinatural y desigualdades injustas y anacrónicas. Fue en esta situación en donde surgió el grito de libertad e igualdad, la creencia en la libertad absoluta de movimiento para el individuo en todas las relaciones sociales e intelectuales. La libertad permitiría, en un abrir y cerrar de ojos, que emergiera la noble substancia común a todos, una substancia que la naturaleza había depositado en cada hombre, y que la sociedad y la historia habían deformado. Además de este ideal del liberalismo del siglo XVIII, en el siglo XIX, a través de Goethe y el Romanticismo, así como la división económica del trabajo, surge otro ideal: los individuos liberados de sus ataduras históricas desearon ahora distinguirse los unos de los otros. El vehículo de los valores del hombre ya no es “el ser humano en general” de cada individuo, sino la singularidad cualitativa e irremplazable del hombre.

La historia interna y externa de nuestro tiempo toma su curso dentro de esta lucha y en los enredos fluctuantes de estas dos maneras de definir el rol del individuo en la sociedad en su conjunto. Es función de la metrópoli el proveer la arena para esta lucha y su reconciliación, pues la metrópoli presenta las condiciones peculiares que aparecen como oportunidades y estímulos para el desarrollo de ambas formas de atribuir roles a los hombres. A partir de aquí, estas condiciones logran un lugar único, y se revisten de un potencial de significados inestimables para el desarrollo de la existencia psíquica.

La metrópoli se revela a sí misma como una de esas grandes formaciones históricas en las que tendencias opuestas que encierran a la vida se despliegan y se unen con derechos y fuerzas iguales. Sin embargo, en este proceso las corrientes de la vida trascienden de manera total la espera para la que resulta apropiado emitir un juicio.

Dado que tales fuerzas de la vida se han integrado tanto a las raíces como a la coronación de la totalidad de la vida histórica a la que nosotros –con nuestra existencia pasajera- pertenecemos como una parte, como una célula, no es nuestra tarea la de acusar o perdonar, sino sólo la de entender.

[texto.georg simmel]