Lo que denominamos cultura tiene dos formas o manifestaciones. La cultura no es sino un medio de alcanzar la perfección personal. Este perfeccionamiento puede ser directo o indirecto; al primero se le denomina arte, al segundo, ciencia. A través del arte, nosotros mismos alcanzamos una mayor perfección; a través de la ciencia, perfeccionamos en nosotros nuestro concepto, o ilusión, del mundo.
Nuestro concepto del mundo incluye el concepto que creamos de nosotros mismos. Por otra parte, el concepto que de nosotros formamos encierra también nuestro concepto de las sensaciones a través de las cuales el mundo nos es dado. Por ello sucede que en sus fundamentos subjetivos, y por consiguiente en la máxima perfección que nosotros podemos alcanzar —que no es sino la máxima correspondencia con estos mismos fundamentos subjetivos—, el arte se mezcla con la ciencia, y la ciencia se confunde con el arte.
Los artistas excelsos dedican tanto tiempo y estudio al conocimiento de las disciplinas de las que habrán de servirse, que más parecen ser sabios de aquello que imaginan, que aprendices de su imaginación. Ni en las obras ni en las formulaciones de los grandes sabios faltan explicaciones lógicas de lo sublime. De su lección se derivó la máxima «la perfección es el esplendor de lo verdadero» que la tradición, claramente equivocada, atribuyó a Platón. Y en la acción más perfecta que podemos concebir —la de aquellos a los que llamamos dioses—, unimos por instinto las dos formas de la cultura: los imaginamos creadores como artistas y a la vez eruditos como sabios. Porque aquello que crean, lo crean en su conjunto, como verdad, no como creación; y aquello que saben, lo saben en su conjunto, porque no lo descubrieron, sino que lo crearon.
Si es lícito admitir que el alma se divide en dos partes —una material y otra espíritu puro—, es lícito admitir que cualquier hombre o grupo de hombres civilizado de nuestro tiempo debe la primera a la nación a la que pertenece o en la que nació, y la segunda a la Grecia Antigua. A excepción de las fuerzas ciegas de la naturaleza, dijo Summer Maine, todo cuanto se mueve en este mundo es griego en su origen.
Los griegos, que todavía nos gobiernan más allá de sus tumbas derruidas, concibieron a dos dioses como creadores de todas las formas de arte que aún hoy les debemos, y lo único que no crearon a partir de éstas fue la necesidad y la imperfección. Atribuyeron al dios Apolo la unión instintiva de la sensibilidad y el entendimiento, de la cual surgió el arte como belleza. Atribuyeron a la diosa Atenea la unión del arte y la ciencia, de la cual surgió el arte (al igual que la ciencia) como forma de perfección. Bajo el influjo de los dioses nace el poeta, si nosotros entendemos por poesía, como los griegos, el principio animador de todas las artes; el artista se forma con la ayuda de la diosa.
Con estos símbolos —tanto en este caso como en otros— los griegos nos enseñaron que todo tiene origen divino, es decir, extraño a nuestra razón y ajeno a nuestra voluntad. Solamente somos aquello que nos hicieron ser, y tenemos sueños en los que somos siervos orgullosos de la libertad que ni siquiera en ellos tenemos. Por ello, el nascitur que se atribuye al poeta también se atribuye a la mitad del artista. No se aprende a ser artista; se aprende, no obstante, a saber serlo. En cierto modo, con todo, un artista nato tiene mayor capacidad para mejorar su condición de artista nato. Cada uno tiene el Apolo que busca, y tendrá la Atenea que buscar. Pese a ello, tanto lo que tenemos como lo que tendremos ya nos está dado, pues todo responde a una lógica. Ya dijo Platón que Dios geometriza.
De la sensibilidad, de la personalidad perceptible que ésta determina, nace el arte a través de lo que se conoce como inspiración: el secreto callado, el «ábrete sésamo» formulado por casualidad, el eco remoto de un encantamiento.
Sin embargo, la sensibilidad aislada no genera arte; ésta tan sólo es su condición, como el deseo lo es del propósito. Es necesario que aquello a lo que la sensibilidad secunda se una a aquello que la razón le niega. De este modo, se establece un equilibrio; y el equilibrio es el fundamento de la vida. El arte es la expresión de un equilibrio entre la subjetividad de la emoción y la objetividad de la razón, que, como emoción y razón, y como subjetiva y objetiva respectivamente, se intercalan y, por esto, al conciliarse se equilibran.
Para que el arte pueda nacer, ha de ser de un individuo; para no morir, ha de ser ajeno a éste. Debe nacer en el individuo por lo que éste tiene de individual, que no en lo que éste tiene de individual. En el artista nato, la sensibilidad subjetiva y personal también es, al serlo, objetiva e impersonal. Con ello se observa que tal sensibilidad ya encierra, como un instinto, la razón, y que existe, por tanto, fusión, que no sólo conciliación, de estos dos elementos del espíritu.>
La sensibilidad conduce normalmente a la acción; la razón, a la contemplación. El arte, donde estos dos elemento se funden, es una contemplación activa, una acción pasiva. Esta fusión, compleja en su origen, sencilla en su resultado, es la que los griegos atribuyeron a Apolo, cuya acción es la melodía. Esta doble unidad, por tanto, no tiene valor alguno como arte más que con sus elementos no sólo unidos, sino equivalentes.
Falto de sensibilidad y de individualidad, el arte es una matemática sin verdad. Por mucho que un hombre aprenda, nunca aprende a ser quien no es; si no es un artista, nunca será un artista, y del arte fingido se dirá lo que Scaliger dijo del arte de Erasmo: ex alieno ingenio poeta, ex suo versificator («poeta por ingenio ajeno, versificador por el propio»).
Por tanto, falto de razón y de objetividad, en el genio destaca la locura en la cual el arte se basa; en el talento, el asombro en el que se fundamenta; en el ingenio, la singularidad en la que tiene origen. El individuo mata la individualidad.
En el arte buscamos un perfeccionamiento directo, ya sea pasajero, constante o permanente. Nuestra condición y las circunstancias determinaran el tipo, el grado, de nuestra elección.
El perfeccionamiento pasajero es el del olvido, porque, como lo que tenemos de imperfecto está en nosotros por fuerza, el acto de perfeccionarnos de forma pasajera, es decir, sin perfeccionamiento, no puede ser otra cosa que olvidarnos de nosotros y de nuestra imperfección. Por naturaleza, las artes inferiores —la danza, el canto, la representación— secundan este olvido. Su única finalidad es distraer y entretener, y, si exceden esta finalidad, también se exceden a sí mismas.
El perfeccionamiento constante significa no el perfeccionamiento en sí mismo, sino la presencia constante de estímulos para éste. Los estímulos, sin embargo, sólo proceden del exterior; tanto más intensos cuanto más exteriores; tanto más exteriores cuanto más físicos y concretos. Las artes superiores concretas —la pintura, la escultura, la arquitectura— secundan por naturaleza este estímulo constante, cuya única finalidad es adornar y embellecer. Son constantes como perfeccionamiento y sin embargo permanentes como estímulos de éste; de ahí que sean superiores. Con todo, en ellas puede tener cabida, al igual que todo lo concreto, una animación de lo abstracto; en la medida en que lo hicieran sin alejarse de su objetivo, se excederían a sí mismas.
El perfeccionamiento permanente no puede darse sino por aquello que en el hombre es de por sí más permanente y más perfeccionado. Al actuar sobre ese elemento del espíritu y animarlo, el arte hará que el hombre viva cada vez más en él, le hará vivir una vida cada vez más perfecta. La abstracción es el último efecto de la evolución del cerebro, la última manifestación que el destino hace de sí mismo en el individuo. Es incluso la abstracción substancialmente permanente; en ella y en su actuación, a la que denominamos razón, el hombre no vive como un siervo de sí mismo, como en la sensibilidad, no piensa de forma superficial con respecto a la sociedad, como la razón: vive y piensa sub specie aeternitatis, como un ser independiente y profundo. En ella, pues, y por ella, debe desarrollarse el perfeccionamiento permanente del individuo. Las artes que por naturaleza secundan tal perfeccionamiento son las artes superiores y abstractas: la música, la literatura e incluso la filosofía, que se incluye impropiamente entre las ciencias, como si ésta fuera algo más que el ejercicio del espíritu al idear mundos imposibles.
De este modo, por tanto, como cualquiera de las artes superiores puede descender al nivel de la más ínfima, una vez cumplido el objetivo que por naturaleza le corresponde, las artes inferiores y las concretas también pueden ascender, en cierto modo, al nivel de la suprema. De forma que todo arte, independientemente de su posición natural, debe tender a la abstracción de las artes superiores.
Los elementos abstractos que puede haber en todo arte y que pueden, por tanto, destacar en éste son tres: la ordenación lógica del todo en sus partes, el conocimiento objetivo de la materia a la que da forma, y el exceso de un pensamiento abstracto en tal arte. En mayor o menor grado, estos elementos pueden manifestarse en todas las artes, aunque sólo en las artes abstractas —y sobre todo en la literatura, la más completa de todas— puedan manifestarse enteramente.
La misma abstracción también es un estado supremo de la ciencia. Ésta tiende a ser matemática, es decir, abstracta, a medida que se eleva y se perfecciona. Así pues, es en el nivel de la abstracción donde el arte y la ciencia —al elevarse ambas— se concilian, como dos caminos que se unen en la cumbre para luego bifurcarse. Este es el imperio de Atenea y su acción es la armonía.
Como toda ciencia se inclina a la matemática, se inclina, de este modo, a una abstracción concreta, aplicable a la realidad y demostrable en sus movimientos físicos. Así, todo arte, por más que se eleve, no puede desprenderse de la razón ni de la sensibilidad, en cuya fusión se creó y originó. Donde no haya armonía, equilibrio de elementos opuestos, no habrá ciencia ni arte, ya que ni siquiera habrá vida. Apolo representa el equilibrio de lo subjetivo y lo objetivo; Atenea encarna la armonía de lo concreto y lo abstracto. El arte supremo es el resultado de la armonía entre la particularidad de la emoción y de la razón, que pertenecen al hombre y al tiempo, y a la universalidad de la razón que, para pertenecer a todos los hombres y tiempos, no es de ningún hombre ni de ningún tiempo. De este modo, el producto formado tendrá vida en cuanto concreto y organización en cuanto abstracto. Aristóteles estableció este concepto una vez y para siempre en una frase que recoge toda la estética: un poema, dijo, es un animal.
Aún existe el preconcepto —nacido o considerado solamente en las formas inferiores del arte, o considerado como inferior a cualquiera de ellas— de que el arte debe ser fuente de alegría o de placer. Que nadie imagine, al olvidar los elevados fines del arte, que el arte supremo debe proporcionarle alegría, o, incluso cuando le satisfaga, satisfacción. Si el arte ínfimo tiene por objetivo entretener, si el arte medio tiene por finalidad embellecer, el fin del arte supremo es elevar. Por este motivo el arte superior es, al contrario de los otros dos, profundamente triste. Elevar es deshumanizar, y el hombre, no se siente feliz donde ya no se siente hombre. Es cierto que el gran arte es humano; el hombre, sin embargo, es más humano que el arte.
El arte nos entristece en otro aspecto. Nos recuerda constantemente nuestra imperfección, ya porque al parecernos perfecto se opone a nuestra imperfección, ya porque el hecho de que ni siquiera el arte es perfecto es la señal de nuestra mayor imperfección.
Por esta razón los griegos, padres humanos del arte, eran un pueblo infantil y triste. Y el arte quizá no sea, en su forma suprema, más que la infancia triste de un dios futuro, la desolación humana de la inmortalidad presentida.
[texto. Fernando Pessoa] [traducción. Roser Vilagrassa]