El objeto de este libro no es exactamente el vacío, sino más bien lo que hay alrededor, o dentro. Pero, en fin, al principio, no hay gran cosa: la nada, lo impalpable, lo prácticamente inmaterial: la extensión, lo exterior, lo que es exterior a nosotros, aquello en medio de lo cual nos desplazamos, el medio ambiente, el espacio del entorno.
El espacio. No tanto los espacios infinitos, aquellos cuyo mutismo, a fuerza de prolongarse, acaban provocando algo que parece miedo, ni siquiera los ya casi domesticados espacios interplanetarios, intersiderales o intergalácticos, sino espacios mucho más próximos, al menos en principio: las ciudades, por ejemplo, o los campos, o los pasillos del metropolitano, o un jardín público.
Vivimos en el espacio, en estos espacios, en estas ciudades, en estos campos, en estos pasillos, en estos jardines. Parece evidente. Quizá debería ser efectivamente evidente. Pero no es evidente, no cae por su peso. Es real, evidentemente, y en consecuencia es verosímilmente racional. Se puede tocar. Incluso se puede uno abandonar a los sueños. Nada, por ejemplo, nos impide concebir cosas que no serían ni las ciudades ni los campos (ni las afueras); o los pasillos del metropolitano que serían al mismo tiempo los jardines. Nada tampoco nos impide imaginar un metro en pleno campo (he visto ya incluso publicidad sobre este tema pero –¿cómo decir?– era una campaña publicitaria). Lo que es seguro en todo caso, es que en una época, sin duda demasiado lejana como para que alguien de nosotros haya guardado un recuerdo suficientemente preciso, no había nada de esto: ni pasillos, ni jardines, ni ciudades, ni campos. El problema no es tanto el de saber cómo hemos llegado, sino simplemente reconocer que hemos llegado, que estamos aquí: no hay un espacio, un bello espacio, un bello espacio alrededor, un bello espacio alrededor de nosotros, hay cantidad de pequeños trozos de espacios, y uno de esos trozos es pasillo de metropolitano, y otro de esos trozos es un jardín público; otro (aquí entramos rápidamente en espacios mucho más particularizados), de talla más bien modesta en su origen, ha conseguido dimensiones colosales y ha terminado siendo París, mientras que un espacio vecino, no menos dotado en principio, se ha contentado con ser Pontoise. Otro más, mucho más grande y vagamente hexagonal, ha sido rodeado de una línea de puntos (innumerables acontecimientos, algunos de ellos particularmente graves, han tenido su única razón de ser en el trazado de esta línea de puntos) y se decidió que todo lo que se encontraba dentro de la línea de puntos estaría pintado de violeta y se llamaría Francia, mientras que todo lo que se encontraba fuera de la línea de puntos estaría pintado de un color diferente (pero fuera de dicho hexágono no se tendía a colorear de un modo uniforme: tal trozo de espacio quería su propio color y tal otro quería uno distinto, de ahí el famoso problema topológico de los cuatro colores, todavía sin resolver en nuestros días) y se llamaría de otra manera (de hecho, durante no pocos años, se ha insistido mucho en pintar de violeta –al mismo tiempo que se les llamaba Francia– trozos de espacio que no pertenecían al susodicho hexágono, e incluso a menudo estaban muy lejos, pero en general no se han consolidado demasiado).
En resumidas cuentas, los espacios se han multiplicado, fragmentado y diversificado. Los hay de todos los tamaños y especies, para todos los usos y para todas las funciones. Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse.
[texto. Georges Perec, prólogo de Especies de Espacios] [descarga. Especies de Espacios]