Sobre la interpretación de la obra de arte. El qué, el por qué y el cómo / Ernst H. Gombrich


El texto, corresponde a una intervención del profesor Gombrich en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, el 30 de enero de 1992, en la víspera de su nombramiento como Doctor Honoris Causa. Con esta intervención se clausuraba un seminario sobre su obra y sus ideas, organizado por el profesor Valeriano Bozal en el Departamento de Historia del Arte Contemporáneo, en el que habían intervenido distintos especialistas en historiografía del arte y en la obra de Gombrich.
Tras formular las tres preguntas que pueden definir las tareas que han ocupado a los estudiosos del arte ––el qué, el por qué y el cómo––, Gombrich describe la que ha sido su principal tarea y preocupación durante toda su vida académica: la pregunta sobre el por qué de una obra de arte, y muy especialmente, la de por qué a lo largo de la historia, durante distintas épocas, estilos y lugares, se ha representado la realidad de maneras completamente distintas.[2]

Antes de comenzar mi intervención, deseo expresar mi más profundo agradecimiento al profesor Valeriano Bozal por haber organizado este seminario sobre mis escritos, al igual que a todos los participantes, que han debido dedicar tiempo y esfuerzo en familiarizarse con mis opiniones.

Créanme si les digo que siento cierta extrañeza al descubrir que he llegado a tal edad en que puedo ser considerado como un auténtico tema de discusión, debate y posible polémica; lo que me lleva a recordar que hace ya 64 años que comencé mis estudios de historia del arte en la Universidad de Viena.[3]

Y de pronto me enfrento con la autoridad de ese otro "Gombrich" que emerge de su seminario y de los libros del profesor Joaquín Lorda, del profesor Carlos Montes y de otros que han tenido la amabilidad de escribir sobre mí.[4] ¿Reconoceré el parecido que tiene conmigo? Aquellos de ustedes que hayan sido retratados en alguna ocasión, reconocerán esta clase de sensación: ¿me parezco realmente al cuadro, o quizá sea el cuadro el que realmente se parece más a mí que yo mismo? ¡Cómo me hubiera gustado poder escuchar las intervenciones en el seminario para descubrir cómo soy a los ojos de mis compañeros! Al menos, confío en poder leerlas.[5]

En cualquier caso, deben creerme si les digo que no es una falsa modestia la que me lleva a expresar mi sorpresa ante la atención que han prestado a mi trabajo. Nunca quise fundar una escuela o propagar un "ismo" en nuestros estudios. Todo lo que he deseado, durante estas seis décadas, fue contestar a unas cuantas preguntas que me interesaban; y contestarlas de un modo que pudiera ser comprensible para los demás. Durante mi carrera me hice un compromiso, que fue, y todavía sigue siéndolo, un compromiso con la racionalidad, con el sentido común.

Soy el primero en reconocer que las grandes obras de arte se nos presentan rodeadas de misterio, pero no creo que esto nos permita hablar de ellas con un lenguaje o un estilo esotérico. Lo que decimos debe ser inteligible, incluso si se traduce a otra lengua.

En ocasiones he expresado esta idea con una metáfora que hoy en día puede resultar extraña a las generaciones más jóvenes aquí presentes. En el pasado, los billetes de dinero en los países europeos llevaban una inscripción que indicaba que ese trozo de papel podía canjearse en el mostrador de un banco nacional por su valor equivalente en oro. En su origen se debía a que el oro era demasiado pesado para el uso corriente, por lo que comenzó a usarse como sustitutivo el papel moneda.[6]

Es evidente que lo que los historiadores del arte afirmamos o escribimos hoy en día, no puede tener la misma garantía de certeza que tenían aquellos billetes a los que se les garantizaba su valor en oro. De ahí que tengamos que ser capaces de ofrecer ejemplos concretos de lo que pretendemos demostrar, evitando que aquello que escribimos no sea más que una retahíla de palabras grandilocuentes. Debemos resistirnos constantemente a esta tentación, utilizando un lenguaje siempre acorde con un significado preciso. Y debemos hacerlo, sobre todo, en aquellos escritos en los que deseamos dar respuesta a las cuestiones que reclaman nuestra atención en la historia del arte.

Al igual que Julio Cesar, en su relato de la Guerra de las Galias, dividía el país en tres partes, también a mi me ha parecido conveniente dividir las cuestiones que suelen plantearse en la historia del arte en tres preguntas fáciles de recordar: el qué, el por qué y el cómo. En el tiempo del que dispongo para mi intervención, me gustaría abordar estas tres preguntas por turno, con el fin de juzgar hasta qué punto los historiadores del arte podemos contestarlas y con qué grado de objetividad.

La pregunta sobre el qué.

Parece obvio que la primera pregunta a la que se enfrenta cualquiera de nuestros studiosos es la del qué . ¿Qué es ese cuadro sobre el altar? ¿Qué es esa estatua en el parque? ¿Qué es esa vasija en el escaparate de una tienda de antigüedades? La respuesta podría ser que el cuadro es una obra tardía de Zurbarán que representa a Santa Águeda; que la estatua es una copia del Apolo de Belvedere del siglo XVII; y que el vaso es una barata imitación occidental de porcelana Ming.

¿Cómo lo sabemos? Lo sabemos porque somos historiadores de arte. Y el principal cometido que se espera de un historiador de arte es el de poder aconsejar a un coleccionista o al conservador de un museo sobre lo que se debe escribir en el título o rótulo con el que se identifica a un determinado objeto artístico.

Como es lógico, ningún historiador puede ser un experto en todas las cuestiones. Hay expertos en porcelana China, en escultura del siglo XVII o en dibujos florentinos, como Bernard Berenson. Pero, ¿cómo llega un especialista a sus respuestas? Es evidente que por comparación. Debe conocer en profundidad la obra de Zurbarán, o haber contemplado un gran número de marfiles medievales. Deberá tener una gran memoria visual, para ser capaz de decir a un coleccionista que recuerda haber visto en el Louvre un díptico de marfil muy similar de hacia 1320. Deberá consultar las ilustraciones en la obra modelo de Koechlin, con el fin de asegurar que está en lo cierto y confirmar su hipótesis de que el marfil que tiene ante sí puede ser la otro ala original del díptico. Por otra parte, también deberá estar dispuesto a contrariar a su interlocutor, al decirle que su marfil no es más que una mera copia, si es que no se trata de una simple falsificación.

No hay duda de que, en nuestros días, la historia del arte ha alcanzado tal grado de sofisticación, que la mayoría de las respuestas dadas por los especialistas son las correctas. Tenemos detrás más de un siglo de investigación en los archivos sobre datación de obras de arte, sobre acontecimientos de la historia de la arquitectura, encargos de pinturas, y sobre la creación y dispersión de las colecciones artísticas. or otra parte, el desarrollo de la fotografía y los métodos científicos de datación de materiales ––como la termoluminiscencia–– nos han dado una gran precisión. Tenemos, pues, una gran confianza en aquello que leemos en los rótulos de las obras y en los catálogos especializados.

No creo necesario insistir en la importancia que ha cobrado este criterio de confianza en nuestro campo de estudio. Ya que, al contrario de lo que sucede en otros campos de las humanidades, como en la historia de la música, de la literatura o de la ciencia, la historia del arte se encuentra más expuesta a abusos, al estar estrechamente vinculada a las subastas y a los galeristas. La opinión de un experto puede determinar que un objeto valga millones, o bien, que no valga nada.

En cualquier caso, me gustaría señalar que las opiniones también podrían ser erróneas. ¿Acaso no tenemos otro criterio objetivo que la convicción de un experto que dice estar seguro de reconocer la mano de Rembrandt en un cuadro? Por desgracia, la respuesta es que muy a menudo no poseemos otro criterio. La debilidad de estas respuestas reside en que, en ultima instancia, dependen de la autoridad del que responde.

Soy consciente de que se está llevando a cabo un gran esfuerzo para reducir esta debilidad. Podría referirme al comité de expertos sobre Rembrandt, que visita las colecciones mundiales tratando de atribuir un cuadro determinado a Rembrandt o a uno de sus alumnos. Uno de estos expertos o connoisseur es amigo mío; tengo una enorme confianza en su conocimiento e integridad, pero debemos admitir que la confianza en la autoridad, con ser algo importante, debe estar ausente de cualquier tema que pretenda ser una ciencia.

La historia del arte no es una ciencia. Ninguno de nosotros estaba presente cuando estas obras fueron realizadas y, aunque podamos estar seguros de que la visión general del Renacimiento, obtenida a lo largo de años de conocimiento de la historia de la pintura en Italia, es más precisa que la versión que leemos en las Vidas de Giorgio Vasari, hemos de admitir un cierto margen de error en nuestro punto de vista.

Tengo serias dudas de que alguna vez yo haya sido un buen connoisseur, ya que no tengo ni la memoria visual, ni el interés especializado que les caracteriza. Con todo, una de las razones que me llevaron a volcarme en otros temas de estudio fue también un cierto escepticismo innato. Estoy convencido, desde lo más profundo de mi corazón, que existen muchas preguntas en la historia del arte a las que nunca podremos dar respuesta; por lo que dedicar tiempo a ellas me parece algo más grave que perder el tiempo.

En cualquier caso, debe quedar claro que establecer una atribución a un artista particular, o datar correctamente una obra de arte, no son las únicas respuestas que se espera de los expertos en arte. El público también querrá conocer qué significa o qué representa la estatua o el cuadro en cuestión.

En ocasiones la respuesta es bastante obvia. Incluso, sin ser historiadores de arte, reconocemos una historia narrada en las sagradas escrituras, como la Adoración de los Reyes Magos, o una historia de la antigüedad clásica, como la de Venus y Adonis. No obstante, sabemos que hay cuadros que encierran grandes problemas, lo que nos lleva a intentar encontrar el texto que guió al artista en la representación de su cuadro. Una vez más, se trata de comparar lo que vemos en un cuadro con aquello que podemos encontrar en un texto escrito.

A veces, la conexión es tan exacta que, una vez que se ha sugerido, nadie dudará de ella. Tal sería el caso de Las hilanderas de Velázquez, que resulta ser una evocación de la fábula de Aracne, tal como fue narrada por Ovidio. Pero estas conexiones son relativamente raras. Creo que en toda mi vida he dado con una o dos; mientras que en otros casos me he unido a aquellos que han intentado reconstruir un texto inexistente para explicar el simbolismo de un cuadro.

Es obvio que siempre existe el peligro de circularidad en este método, tan popular treinta años atrás, debido, en última instancia, a la influencia del gran historiador del arte Erwin Panofsky. Yo mismo he formulado este tipo de interpretaciones, por ejemplo, en relación a los cuadros mitológicos de Botticelli, que llegué a relacionar con los círculos neoplatónicos de Florencia. Desde entonces, y como muchos de mis colegas del Warburg Institute, me he ido haciendo cada vez más escéptico respecto a estas teorías, que no logran alcanzar mayor certeza que aquellas atribuciones de los connoisseurs.[8]

La pregunta del por qué.

En cualquier caso, a lo largo de mi vida he dedicado el mayor trabajo y esfuerzo a responder a la segunda pregunta que mencioné al principio de esta conferencia: la del por qué; o en otras palabras, a la búsqueda de explicaciones.

Debería comenzar recordándoles un principio desarrollado por mi amigo el filósofo Karl Popper en la metodología de la ciencia. Dice, en pocas palabras, lo siguiente: mientras que en ocasiones podemos llegar a estar realmente seguros de que una teoría o interpretación es falsa, nunca llegaremos a estar completamente seguros de que una teoría sea verdadera.

Permítanme ofrecerles un ejemplo muy sencillo. Hoy día sabemos con certeza que interpretar el estilo gótico como una invención de los godos es una equivocación. Sin embargo, la interpretación del gótico como una manifestación del espíritu de la escolástica medieval –tal como sugería Panofsky– podemos aceptarla o rechazarla indistintamente [9]. El verdadero peligro de estos casos es que podemos ser víctimas de supuestas explicaciones que nunca podrán ser contrastadas, a diferencia de lo que sucede con las explicaciones o teorías científicas.

He empleado, o quizá perdido, una buena parte de mi tiempo criticando esta clase de argumentos –como la teoría de que "el estilo es la expresión de su época"–; no tanto porque los encuentre erróneos, sino más bien, porque los encuentro totalmente carentes de todo contenido científico. Uno siempre podrá afirmar esta clase de cosas sin temor a ser refutado; pero es evidente que nuestros estudios nunca podrán progresar si vamos repitiendo este tipo de clichés.

Me interesa recordar que, cuando consideramos cuestiones del por qué , las respuestas sólo pueden ser parciales. Podemos entender fácilmente esta afirmación acudiendo a una sencilla pregunta de la que conocemos su respuesta. Por ejemplo: ¿por qué estoy hoy aquí, en este seminario...? Una respuesta posible sería: "porque he sido invitado"; otra: "porque tenía curiosidad de ver cómo es Gombrich". Con todo, ninguna de estas dos respuestas nos llega a ofrecer una explicación completa. Ya que podríamos seguir indagando en sucesivas preguntas: ¿por qué habéis decidido estudiar historia del arte?, ¿por qué habéis querido ir a la universidad?, ¿por qué a este departamento? Y así sucesivamente hasta el infinito.

Lo que vengo afirmando puede parecer una perogrullada. Pero las consecuencias que podemos extraer de esta sucesión de preguntas son muy importantes. Muestran que todas las teorías que pretenden ofrecer una explicación total no pueden ser acertadas. Ya sea la teoría marxista, la teoría de la historia, el psicoanálisis o el estructuralismo. Todas ellas nos pueden ofrecer interesantes respuestas parciales a interrogantes particulares, pero su pretensión de proporcionarnos una clave para todo debe ser terminantemente rechazada. No haría falta decir que esta idea también se aplica a cualquiera de las respuestas que se encuentran en mis libros. En ellos, he acudido a menudo a la psicología con el fin de buscar una explicación de ciertos aspectos de la historia de la representación pictórica; como pudiera ser el predominio de cierta clase de representaciones que se dan en muchos estilos antiguos, que han venido a denominarse como "imágenes conceptuales", cuyo mejor ejemplo lo encontramos en el arte egipcio.[10] ¿Qué hizo que estos artistas no representasen el mundo tal como lo veían? O, en el mismo sentido: ¿por qué los niños o las personas con poca pericia se comportan, hoy en día, de la misma manera? La respuesta sería que el mundo que vemos frente a nosotros tiene tres dimensiones, mientras que, al representarlo, lo proyectamos en dos dimensiones sobre una superficie plana.

Cabría realizar un sencillo experimento que suelo recomendar con frecuencia. Consiste en coger un lápiz e intentar dibujar sobre el cristal de una ventana lo que uno ve del exterior. Al realizar este experimento, nos vemos sorprendidos por el tamaño tan reducido que adquiere en la superficie del cristal la silueta del árbol dibujado. Y, sin embargo, cuando medimos el tamaño real del árbol con el lápiz, tal como suelen hacer los pintores, y lo comparamos con el tamaño del dibujo, comprobamos que la transformación producida por la escala es la correcta.[11]

Para decirlo en términos técnicos y con brevedad, este ejemplo nos muestra la diferencia que existe entre la proyección y la percepción. Nos sorprendemos con esta diferencia de tamaños porque, después de todo, sabemos que la lente de nuestro ojo también proyecta una imagen del mundo exterior en nuestra retina. Pero debemos recordar que no podemos ver nuestra propia retina; que es nuestro cerebro el que modifica el mensaje transmitido desde el ojo. Hablando con precisión, el pintor no debe preguntarse cómo ve el mundo, sino cómo puede proyectar en una superficie plana aquello que ve.

Hay quienes piensan que el mensaje enviado por el ojo se transforma radicalmente porque en el acto perceptivo intervienen nuestra experiencia y nuestro conocimiento. En consecuencia, si el pintor pudiera olvidar lo que conoce, concentrándose tan sólo en aquello que realmente percibe –lo que se ha denominado como “el ojo inocente”–, entonces podría reproducir fielmente el mundo visual.

La psicología de la percepción no acepta ya esta teoría. J. J. Gibson, ese gran estudioso de la percepción visual a quien tan a menudo cito en mis escritos, me ha convencido de que realmente vemos el mundo tal como es.[12] El árbol nos parece alto porque realmente es alto. Hemos sido dotados de nuestra visión para orientarnos en el entorno, y no podríamos orientarnos si al movernos en ese entorno nuestros ojos no ofreciesen al cerebro una información exacta sobre los objetos exteriores.

Esta es la manera más profunda de tomar conciencia del mundo en tres dimensiones y lo que hace tan difícil trasladar ese mundo a una tela o a una superficie de dos dimensiones. Pero la consecuencia más interesante de todo esto es que, una vez que hemos visto el truco de la proyección sobre un plano, truco que también lleva a cabo mecánicamente la cámara fotográfica, percibimos de nuevo en tres dimensiones.

Observen el efecto fotográfico por el que la farola que aparece al fondo de la imagen se ha reproducido a la izquierda de la farola situada en primer plano. La farola nos parece tan pequeña que nos vemos obligados a verificar las medidas para convencernos de que no hemos sido engañados. Esta fotografía me ha enseñado más cosas que muchas páginas de escritos teóricos sobre la percepción.[13]

Espero que este pequeño experimento nos ofrezca al menos una respuesta parcial a la pregunta de por qué la aplicación de la geometría proyectiva al arte –que denominamos como perspectiva– supuso tal cambio en la historia de la pintura. No obstante, esto no responde a otra pregunta: ¿por qué alguien deseó aplicar ese recurso?

He tratado de este asunto en mi libro Arte e Ilusión, y en otros textos. En ellos sugerí que la función religiosa de las imágenes fue la causa que llevó a la búsqueda del realismo. Ya que, al igual que en el teatro, el arte podía valerse de la imaginación de los fieles, capaces de dotar de vida a las historias sagradas sugeridas en esas representaciones.[14] Plinio y Vasari nos hablan del lento y metódico desarrollo de estas técnicas; pero, como ya he advertido anteriormente, todas estas respuestas no son más que respuestas parciales, pues cuando los sucesos ocurren en la realidad, provocan un gran número de consecuencias, tanto esperadas como inesperadas. Y así, un artista que progresa, o que hace mejorar su arte, normalmente obtiene una gran fama, lo que incita a otros artistas a intentar sobrepasar sus propios logros. En consecuencia, la investigación en lo que originalmente no era más que un mero recurso técnico, adquiere una cierta autonomía, dando lugar a la idea del “arte por el arte”.

Nada más interesante que esta transformación, que podríamos considerar como el origen de nuestra noción de arte, en cuanto actividad para ser admirada, coleccionada y mostrada en museos. En la historia hay otros ejemplos de ese tipo de emancipación, tanto en la literatura, como en los rituales, en los juegos o en el deporte. Cada una de esta actividades tiene sus propios aficionados, que se convierten en expertos en lo que cabría denominar como los aspectos más sutiles de sus respectivas técnicas.[15]

En alguna ocasión he comparado la situación en la cual las actividades prosperan, con aquello que los biólogos denominan como el nicho ecológico, en el cual una especie vegetal o animal se desarrolla.[16] El clima, el humus, el sol, todo contribuye a crear unas condiciones peculiares en las que se originan las selvas tropicales. Pero, a su vez, como bien sabemos, las selvas tropicales también tienen una decisiva influencia en el clima y en el humus. Es este tipo de procesos de retroalimentación –o de feedback–, los que debemos investigar si de verdad queremos progresar en el estudio del desarrollo y transformación de esas instituciones, tal como se dan en la historia del arte.

Cabría encontrar muchos ejemplos en mi libro más extenso, El sentido de Orden, que trata del ornamento y la decoración; porque en estos temas, al igual que en el ámbito de la representación, se encuentran situaciones en las que la oferta y la demanda del feedback ha llevado a un refinamiento cada vez más perfecto en las destrezas artísticas.[17] Tan sólo habría que mencionar las maravillas alcanzadas en la decoración ornamental de la Alhambra, para indicar lo que quiero decir, aunque también se alcanzan cumbres similares en el desarrollo de los recursos ornamentales en el estilo rococó, o en el estilo gótico tardío.

Soy plenamente consciente de que tengo fama de ser una persona poco interesada por el arte moderno. Si bien habría que afirmar, una vez más, que se trata de una verdad parcial, es probable que la mayor parte de los asistentes a este acto sean más expertos que yo en esta materia. Pero con todo, he de confesar que lo que más me inquieta en los escritos que he leído sobre arte del siglo XX es, precisamente, la ausencia de un intento por explicar, más que por describir, estas manifestaciones artísticas.

La mayoría de los escritos sobre arte del siglo XX se encuentran fuertemente influidos par la ideología del progreso que Karl Popper ha denominado como el “historicismo”. Se trata de una actitud que casi excluye la formulación de preguntas. Los cambios que descubrimos en las artes de nuestro tiempo son aceptados como revelaciones siempre nuevas del “espíritu de la humanidad”, por lo que sería casi una blasfemia acosar al “espíritu de los tiempos” con preguntas impertinentes. De hecho, si se hace, uno se autocalifica como un hereje y enemigo del progreso; o incluso, como un reaccionario, que la historia pasará por alto por ser tan sólo una reliquia del pasado.

Como ven, tengo una verdadera actitud critica ante esta ideología, ya que me parece completamente vacía de contenido científico. De ahí mi interés por todo intento de explicar lo que ha sucedido, o aquello que todavía sucede, en el mundo del arte.

No sabría decir cuántos de ustedes han advertido que he intentado perfilar estas explicaciones en las últimas ediciones del libro Historia del Arte, en el que trato de lo que denomino como “el triunfo de las vanguardias”, es decir, del cambio dramático que va del rechazo generalizado de esta tendencia, a su aceptación casi total. Si consultan las páginas 612 a 618 de la última edición española, encontrarán que he enumerado nada menos que nueve factores en la situación del arte y de los artistas en nuestra sociedad que, a mi juicio, contribuyen a ofrecer una explicación. Puesto que pueden leerlas, me limitaré a mencionarlas brevemente.[18] No les resultará extraño que el primer elemento que mencioné sea, precisamente, la filosofía del progreso, condensada en el eslogan de la vanguardia. En segundo lugar menciono la pretensión científica del arte que, con tanta frecuencia, ha hecho que estas ideas parezcan abstrusas e ininteligibles al hombre de la calle y que, debido a ello, sean aceptadas sin discusión. Cabría interpretar el tercer factor como el opuesto al anterior: el extendido culto de lo irracional, que para muchos parece ofrecer un refugio ante el mecanicismo de la vida moderna. En continuidad con el anterior, menciono, en cuarto lugar, las teorías de Freud y, con ellas, la idea de que el artista debe ser un adalid del inconsciente en protesta contra la uniformidad de la civilización occidental. En quinto lugar, la demanda de novedad propia de los marchantes, que se corresponde con el anhelo de novedad en la industria de la moda. El sexto elemento, la influencia de las nuevas corrientes en la enseñanza del arte, que comienza en la enseñanza primaria y que fomenta la idea de la autoexpresión. A continuación, en séptimo lugar, me refiero al enorme impacto de la fotografía y a la necesidad que tiene el artista de buscar alternativas a la representación visual de la naturaleza. El octavo elemento trata de algo que, hoy en día, podría ser ya un rasgo del pasado: la reacción contraria que se produjo ante el patrocinio oficial, en los países del Este, de toda manifestación artística que reflejase el realismo social. Por último, la extensión de una tolerancia nueva, la disposición del público a participar en la diversión sin tener que ocuparse de teorías solemnes.

No creo, en absoluto, que estos nueve puntos proporcionen siquiera una explicación parcial al triunfo de las vanguardias. De hecho, podría mencionar otros aspectos que he desarrollado en mi conferencia sobre Oskar Kokoschka y su tiempo [19]; y en otra conferencia que he impartido en la Royal Academy de Londres, en 1990, con el título Estilos de arte y estilos de vida. [20] Mi intención, al citar estos escritos, no consiste en mostrar mi erudición o en dar por cerrada la discusión remitiéndome a ellos, sino en llamar la atención sobre lo que tienen en común: están basados en el principio que Karl Popper denomina como la “lógica de las situaciones”; es decir, en el análisis de las circunstancias que conducen al artista o al público a alcanzar determinadas metas o adoptar ciertas actitudes.[21] La “lógica de las situaciones” no es una teoría psicoanalítica, sino un análisis de elecciones racionales, como las que encontramos en la economía o en las reglas de los juegos. Para preguntar por qué un jugador de ajedrez realiza una determinada jugada, no es necesario saber nada de psicología, tan sólo es necesario conocer el juego del ajedrez y, claro está, suponer que desea ganar. No deja de ser paradójico, que sólo cuando el jugador realiza una mala jugada, busquemos una explicación psicológica.

Permítanme un ejemplo muy sencillo de la “lógica de la situaciones”, muy cercano a nuestra experiencia cotidiana: el enorme e increíble éxito de las exposiciones en nuestros días. ¿Por qué están llenas las exposiciones y vacíos los museos? Hay un elemento obvio en esta situación: sabemos que las exposiciones cerrarán pronto y damos por hecho que los museos estarán siempre ahí. Además, como he comentado con alguna frecuencia, hay un factor añadido de presión social. En determinados círculos, es normal que se pregunte si se ha visitado la última exposición, mientras que sería casi de mal tono preguntar cuándo se ha visitado por última vez el museo local. En pocas palabras, las exposiciones son noticia y los medios de comunicación se aseguran de mantener en vilo nuestro interés.

Y una vez más, me veo obligado a recordar que nos encontramos ante una explicación parcial, ya que no todas las exposiciones alcanzan el mismo éxito. Más tarde o más temprano nuestro análisis habrá de tener en cuenta que, con medios de comunicación o sin ellos, hay personas a las que les gusta ver obras de arte; y que hay obras de arte que gustan más que otras.

La pregunta por el cómo.

Llegamos así, por fin, al desalentador final de mi charla, en la que debo tratar de la tercera pregunta que nos podemos plantear ante una obra de arte: aquella que hace referencia, no tanto al qué o al por qué, sino al cómo . Se trata de una pregunta que, supuestamente, tendría que formular y contestar el critico; ya que el crítico de arte es la persona que nos debe indicar el aspecto gratificante que encontramos en la contemplación de las obras de arte.

Tanto en el pasado como en el presente ha habido grandes críticos de arte convencidos de tener la respuesta a esta pregunta. Críticos que, apasionados por su entusiasmo, lograron crear conversos y difundir determinados estilos o tipos de arte. Pensemos en Winckelmann durante el siglo XVIII, en Ruskin o en Fromentin en el siglo XIX, en Roger Fry, Kenneth Clark y André Malraux en nuestro siglo. Todos ellos proclamaron sus propios credos estéticos con ferviente convicción y enorme éxito. Fueron capaces de expresar sus reacciones con palabras, comunicando, de esta forma, los valores en los que tan apasionadamente creían.

Estoy seguro de que estos y otros muchos críticos de arte han cumplido una función esencial, al llamar la atención de sus contemporáneos sobre aquellas actitudes humanas que creían ver encarnadas en los estilos y en las obras de arte. Fueron los críticos de arte los que dieron origen al coleccionismo y a la historia del arte, por lo que todos nosotros debemos estar en deuda con ellos.

Con todo, si nos acercamos a sus escritos con la frialdad de la razón, comprobamos que tan sólo llegan a transmitirnos aquellos aspectos que más les gustaron o admiraron en una determinada obra de arte, así como la manera en que se sintieron impresionados por algunas de sus características, como puedan ser el color, la pincelada o la originalidad. No creo que nadie pueda aportar algo mejor. De hecho, estoy convencido, y así lo he afirmado con frecuencia, que los mayores logros del arte son demasiado sutiles y complejos como para poder ser expresados en palabras. El lenguaje es un instrumento maravilloso, que puede servirnos de muchas maneras; pero nos sirve, precisamente, porque nos ofrece un número limitado de palabras y conceptos. Aunque la industria de la moda pudiera acuñar distintos nombres para denominar las más variadas tonalidades de color, siempre seguirían existiendo en la naturaleza muchos más tonos que los que el ojo humano pueda distinguir. Si cada uno de ellos tuviera un nombre, nunca podríamos aprenderlos ni, mucho menos, usarlos correctamente.

Pero el arte no es la única realidad que no puede ser descrita; cada experiencia concreta se resiste necesariamente al lenguaje; o, como decían los antiguos escolásticos, "individuum est ineffabile". Por otra parte, si solamente pudiéramos experimentar aquellas realidades que se pueden nombrar o expresar en palabras, nuestra experiencia vital sería muy empobrecedora. No podríamos explicar la belleza de una melodía, ni describir la belleza de una línea.

Nuestras reacciones están profundamente unidas a nuestra herencia cultural, a nuestra civilización, y es de esperar que nadie nos venga a preguntar sobre cómor y por qué deseamos ser personas civilizadas.

Me sentí muy orgulloso y complacido al ver que el profesor Joaquín Lorda, en el libro que tuvo a bien dedicar a mis ideas, me entendió perfectamente al acabar su análisis con algunas páginas sobre la fe. Tiene toda la razón al decir que yo entiendo la valoración del arte como una cuestión de fe. No creo que esta conclusión contradiga mi compromiso con la razón. Ya que aquellos que valoran la razón, también deben ser conscientes de que ésta es limitada.


1 Agradecemos a Leonie Gombrich, nieta y depositaria de los derechos de autor de su abuelo, el permiso para publicar este texto.

2 Con objeto de su publicación, el traductor ha titulado el artículo, cortado el texto con párrafos y títulos, e insertado varias imágenes. También ha incluido notas y referencias a los libros de Ernst Gombrich en diversos pasajes del texto, lo que permite enmarcar sus ideas en el conjunto de su obra. El profesor Jaime Nubiola ha tenido a bien corregir el texto y sugerir algunas mejoras en la versión castellana.

3 Gombrich nació en Viena el 30 de marzo de 1909. En 1928 comienza sus estudios de historia del arte en la Universidad de Viena, en la que se doctora con una tesis sobre la arquitectura de Giulio Romano en 1933. En 1936 se traslada a Londres a trabajar en el Warburg Institute, del que fue director entre 1959 y 1976. En los últimos años se han publicado diversas entrevistas y relatos sobre su trayectoria intelectual. Cfr. GOMBRICH, Ernst H. y ERIBON, Didier, Lo que nos cuentan las imágenes. Charlas sobre el arte y la ciencia, Debate, Madrid 1992 (1991). GOMBRICH, Ernst H., Dal mio tempo. Città, maestri, incontri , Einaudi, Turín 1999, y en él, especialmente, “Quando avete qualcosa di serio da dire... Mutamenti nel modo di guardare l'arte”, pp.73-116; GOMBRICH, E.H., “Un apunte autobiográfico”, en Temas de nuestro tiempo. Propuestas del siglo XX acerca del saber y del arte, Debate, Madrid 1997 (1991), pp.11-24.

4 Se refiere a: LORDA, Joaquín, Gombrich. Una teoría del arte , Eiunsa, Barcelona 1991. MONTES, Creatividad y estilo. El concepto de estilo en E.H. Gombrich Carlos, Eunsa, Pamplona 1989.

5 Gombrich ha tratado en ocasiones sobre la cuestión del parecido en los retratos –que aquí menciona de pasada–, citando una anécdota de Rafael, del que se decía que había pintado un retrato que se parecía más al modelo que el propio modelo, o la contestación de Max Liebermann a un modelo insatisfecho: “este cuadro se parece a usted más que usted mismo”. Cfr. GOMBRICH, E.H., “La máscara y el rostro: la percepción del parecido fisonómico en la vida y el arte”, en La imagen y el ojo. Nuevos estudios sobre la psicología de la representación pictórica, Alianza, Madrid 1987 (1982), pp. 99-127.

6 Sobre este ejemplo del banco, véase, Lo que nos cuentan las imágenes : “En los billetes de banco antiguos ponía siempre que se podían cambiar por oro. En lo que se refiere a nuestros enunciados, deberíamos siempre poder ir al banco y decir: déme un hecho a cambio” (p. 154).

7 Sobre las contribuciones de Gombrich a la iconología, véase sus trabajos sobre La Primavera de Botticelli, la Sala dei Venti en el Palazzo del Té, el Orión de Pussin, El Jardín de las Delicias de El Bosco, etc., en Imágenes Simbólicas, Alianza, Madrid 1983 (1972); El legado de Apeles, Alianza, Madrid 1982 (1976), pp. 157-176.

8 Véase, Lo que nos cuentan las imágenes, pp. 131-140.

9 Se refiere a PANOFSKY, Erwin, Arquitectura Gótica y pensamiento escolástico, La Piqueta, Madrid 1986 (1951).

10 Véase, GOMBRICH, E.H., Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica, G. Gili, Barcelona 1982 (1959).

11 Sobre este ejemplo y las ideas expuestas a continuación, véase, GOMBRICH, E.H., “El espejo y el mapa: teorías de la representación pictórica” y “Criterios de fidelidad: la imagen fija y el ojo en movimiento”, en La imagen y el ojo. Nuevos estudios sobre la psicología de la representación pictórica, Alianza, Madrid 1987 (1982), p. 183 y 244.

12 Los libros de Gibson a los que Gombrich se refiere con frecuencia, son: GIBSON, James J., The Perception of the Visual World, The Riverside Press, Cambridge 1950; The Senses Considered as Perceptual Systems, Houghton Mifflin, Boston 1966; The Eccological Approach to Perception, Houghton Mifflin, Boston 1979.

13 Gombrich ha utilizado varias veces este ejemplo y otros similares; Arte e ilusión (p. 245); “El espejo y el mapa” (p. 185 y ss.) y especialmente en “El descubrimiento visual por el arte” (p. 20), ambos en La imagen y el ojo.

14 Véase el capítulo “Reflexiones sobre la revolución griega” en Arte e ilusión , pp. 112-137; también “Ideal y tipo en la pintura renacentista italiana” en Nuevas visiones de viejos maestros, Alianza 1987 (1986), pp. 92-126; “Paintings on Walls. Means and Ends in the History of Fresco Painting” en GOMBRICH, E.H., The Uses of Images. Studies in the Social Function of Art and Visual Communication, Phaidon, Londres 1999, p. 29 y ss.

15 Sobre estos procesos véase GOMBRICH, E.H., “La lógica de la Feria de las Vanidades; alternativas al historicismo en el estudio de las modas, estilo y gusto” en Ideales e ídolos. Ensayos sobre los valores en la historia y el arte, G. Gili, Barcelona 1989 (1979), pp. 71-109.

16 La metáfora del nicho ecológico se encuentra en: “Paintings for Altar. Their Evolution, Ancestry and Progeny”, en The Uses of Images , pp. 48, 55, 78-9. “La metáfora del nicho ecológico me atrae –explica Gombrich– precisamente porque no implica un rígido determinismo social. De hecho, el estudio de la ecología nos advierte que existen muchas formas de interacción entre los organismos y su entorno, lo que hace que la interpretación de lo que pueda suceder sea bastante imprevisible”, p. 48.

17 GOMBRICH, E.H., El sentido de Orden. Estudio sobre la psicología de las artes decorativas, G. Gili, Barcelona 1980 (1979).

18 GOMBRICH, E.H., La Historia del Arte , Debate, Madrid 1997 (16 edición inglesa, Phaidon Press, Londres 1996 ).

19 “Kokoschka en su época”, en Temas de nuestro tiempo, pp. 142-161.

20 “Styles of Art and Styles of Life”, en The Uses of Images, pp. 240-261.

21 Sobre la idea de Popper de “la lógica de situaciones” véase los ensayos, “La lógica de la Feria de las Vanidades” y “Historia del arte y ciencias sociales”, ambos en Ideales e ídolos, pp. 71-109 y 156-202.

[texto. ernst h. gombrich] [traducción y notas. Carlos Montes Serrano]