El Estilillo Internacional / Helio Piñón


El argumento básico de las enmiendas a la modernidad que se sucedieron durante la segunda mitad de los años cincuenta del siglo XX fue la crítica a la perversión de sus principios, que supuso –a juicio de los objetores– la aparición de un estilo internacional como culminación de su proceso. Una arquitectura cuyo fundamento se identificó con la crítica a los estilos tradicionales acabó configurándose –para escándalo de los objetores– como un estilo más, que –para colmo, en su opinión– “no respeta lugares ni culturas”.

La generalización de unos criterios de orden alternativos de los clasicistas y la difusión de unos criterios visuales vinculados a una nueva idea de forma habían dado lugar a una arquitectura “abstracta” que subvertía –siempre, a juicio de los enmendantes– los propios fundamentos de una modernidad que, a la sazón, se entendía como la institución del cambio perpetuo, sin otra disciplina que las buenas intenciones de quien proyecta.

La magnitud del cambio que provocó una idea nueva de forma, inspirada por las aportaciones de las vanguardias constructivas –en especial, por el neoplasticismo, el suprematismo y el purismo–, debió sugerir a los críticos que lo característico de la modernidad era más el hecho de cambiar, que la naturaleza del cambio. En realidad, pocos advirtieron que la innovación se apoyaba en un modo de concebir sólido, alternativo del clasicista, que tenía un sentido preciso: dar entrada a la subjetividad de la concepción –libre de la coacción del “tipo”–, sin renunciar a la consistencia del orden, característico de la arquitectura de siempre.

Con una noción de modernidad similar a la que acabo de describir, a partir de la segunda mitad de los años cincuenta –como digo– empezaron a surgir propuestas de rectificación de la arquitectura moderna, con el propósito común de reconducirla al camino que – a juicio de los objetores– la llevaría a concebir edificios cuya “originalidad” estaría asegurada –por el mero hecho de actuar sin referencias conscientes–, con la condición de mantenerse al margen de cualquier estilo.

Es de sobras conocida la retahíla de doctrinas que trataron de tomar el relevo, si bien, en general, plantearon su enmienda como una simple rectificación, ya que en ningún caso –por estrategia, o por simple ignorancia– propusieron situarse fuera de la arquitectura moderna. De todos modos, no me resisto a repetirla, con el riesgo de que su simple enumeración resulte demagógica, a la vista de un joven de hoy: organicismo, brutalismo, realismo, neo–Liberty, inclusivismo, architettura di tendenza, sintacticismo, posmodernismo, contextualismo, regionalismo crítico, deconstrucción y minimalismo son algunas de las escuelas que –en ocasiones, de modo consecutivo y, en otras, simultáneo– han tratado de tomar el testigo de la arquitectura moderna, alegando que su “gran aportación a la historia” no redimía su anacronismo evidente.

Mi propósito en estas notas es simplemente hacer un balance provisional de las características generales y el sentido de la arquitectura internacional del presente, cuando está próximo a cumplirse medio siglo desde que se abandonaron los principios de la modernidad, precisamente –como se vio– por el “formalismo y la insensibilidad” del Estilo Internacional.

Por una parte, durante estos años se ha consolidado una práctica inmobiliaria próxima a la arquitectura –aunque con propósitos y criterios muy distintos–, que ha llegado a adquirir una notoriedad desconocida hasta ahora por los productos del arte: me refiero a la “arquitectura emblemática” –“arquitectura del espectáculo”, según otros–, aquella que es capaz de “poner a las ciudades en el mapa”. Se trata de una arquitectura hecha a medida de alcaldes y turistas: es decir, dirigida a ciudadanos que –por razones distintas– no están en condiciones de matizar. Esta arquitectura ocupa, a lo sumo, a una docena y media de “estrellas”, si bien constituye el referente de varios cientos de aspirantes que hacen cuanto está en su mano para acceder a la gloria mediática y municipal.

Pero no es la glosa de este fenómeno lo que ahora nos ocupa, sino el estatuto de la arquitectura “profesional” –aquella que busca criterios con los que abordar el proyecto–, tras cincuenta años de titubeo doctrinal y jolgorio místico, que han provocado una regresión visual evidente. De todos modos, cabría hacer una distinción entre –como mínimo– dos tipos de arquitecto: por una parte, el profesional puro, que sigue experimentando en su propia carne la esquizofrenia de admirar una arquitectura “emblemática” que le permite estar al día, la cual, paradójicamente, no le ayuda en su tarea cotidiana, de modo que se ve abocado a proyectar sin criterio, en espera de tiempos mejores; por otra parte, el arquitecto que, cansado de esperar que se aclare el panorama, ha decidido sentar las bases de una práctica sin sobresaltos, lo que le ha llevado a asumir un “estilillo genérico”, que responde de manera similar a condiciones muy diversas, no tanto por su capacidad para responder a las circunstancias de cada caso, cuanto por la facilidad con que se aprende y reproduce. Un estilillo que confía su valor a la concentración de tópicos, manejados con desenvoltura desigual –en ocasiones, con elegancia; es justo reconocerlo–, pero que, a fuerza de insistir en el efecto, consigue resultados inverosímiles, dotados, en el mejor de los casos, de una falsa identidad. Se trata de una arquitectura esencialmente figurativa que ha escogido como fuente de inspiración de sus imágenes el universo iconográfico de una arquitectura –la moderna– que es intrínsecamente formal.

En esa arquitectura, la noción de estilo ya no constituye un modo de concebir –como en el Estilo Internacional– sino que, sobre todo, ofrece un modo de figurar, lo que desplaza la noción de estilo a su acepción más banal.

Unas líneas, cuando menos, para argumentar mi juicio. Con el término Estilo Internacional se denominó una arquitectura que, aunque se practicaba en ámbitos geográficos y culturales diversos, se apoya en principios –y actúa con criterios– similares. Si bien el término se debe probablemente a Henry–Russell Hitchcock y a Philip Johnson, quienes lo utilizaron ya en 1932 para denominar la arquitectura de la última década, la noción de Estilo Internacional se generalizó a finales de los años cincuenta, para referirse a la arquitectura que asume su modernidad como asunción de unos criterios visuales, relacionados directamente con la idea de forma como relación y el uso de los sistemas constructivos como marco de referencia de la concepción. Así, la arquitectura del Estilo Internacional estaría, en realidad, en el extremo opuesto a la de aquellos que consideraban que la modernidad se traicionaba a sí misma, al adoptar un academicismo estilístico.

En efecto, “académico” y “estilístico” eran los dos atributos sobre los que se apoyaron las críticas más duras a la arquitectura moderna. La Torre Velasca (1958), de BBPR, y el Seagram Building (1958), de Mies van der Rohe, son dos edificios prácticamente contemporáneos, que representan, en cambio, actitudes muy distintas para la crítica de esos años: mientras que la Torre Velasca sería el emblema de la arquitectura que se apoya en la expresión directa de la técnica, lo que no le impedía ser atenta con la historia, el Seagram encarnaría la arquitectura internacional más anónima y disponible, prueba evidente del callejón sin salida en el que –a juicio de los objetores– la arquitectura moderna se había metido.

Pero la aversión que la figuratividad moderna provocó en quienes no veían en ella más que un cliché obsoleto por el abuso se apoyaba, precisamente, en su conciencia de que la modernidad madura se había reducido a un estilo, en el sentido normativo de los estilos históricos: es decir, un sistema operativo, dotado de unas reglas rígidas que controlan un repertorio de elementos limitado. Jamás advirtieron que la arquitectura moderna constituyó un estilo sólo en tanto que modo de concebir orientado a la identidad del edificio que, en adelante, ya no queda garantizada por el tipo arquitectónico –como en el clasicismo–, sino que deriva del conjunto de cualidades que confieren consistencia formal al artefacto. De ese modo, la modernidad introduce una noción de identidad que es irreductible a la apariencia, porque reside en la forma: manifestación sensitiva de la configuración del edificio, ya no el mero aspecto de las cosas, determinado por el uso de uno u otro “lenguaje”, como –sorprendentemente– todavía hay quien dice.

Se puede comprobar lo que digo, a pocas calles de distancia, en Park Avenue de Nueva York: el Seagram Building (1958), ya citado, y la Lever House (1952), de Gordon Bunshaft (SOM), dos edificios ejemplares del Estilo Internacional, responden a sus condiciones con una atención y una sutileza desconocidas en la arquitectura que medró apoyándose en la crítica sistemática a su indiferencia. Si al lector le queda alguna duda –y se encuentra en Nueva York, o tiene a mano un buen libro de arquitectura–, puede acercarse, con tan sólo subir unas calles por la misma Park Avenue, al edificio de la Pepsi–Cola (1960) –en la actualidad, sede de Dreyfus–, otro hito del Estilo Internacional, para ver de qué modo el propio Gordon Bunschaft supo captar –como pocos lo han hecho– la condición del edificio y convertirlo en un desmentido –en acero y vidrio– de la creencia tópica y falsa, según la cual “la arquitectura moderna acaso produjo algún edificio interesante, pero jamás pudo superar su intrínseca insensibilidad urbana”.

Ha habido que esperar casi cincuenta años para que los arquitectos volviesen a interesarse por los edificios que provocaron los intentos de rectificación de la modernidad, que desde un realismo coyuntural consiguieron, en realidad, que se abandonaran sus principios estéticos esenciales

Cuando la arquitectura “emblemática”, en una desesperada huida hacia delante, se separó definitivamente de la arquitectura profesional, se dieron las condiciones para que los arquitectos volvieran a interesarse por la arquitectura moderna, es decir, por el Estilo Internacional. No era difícil prever que los profesionales –cuando menos, aquellos que asumen la práctica con dignidad– retomarían ciertos modos modernos en el proyecto, aunque sólo fuera por sentido práctico: es decir, porque tales configuraciones les sirven para ordenar los programas con los que habitualmente se enfrentan.

En efecto, cuando se aproximan las bodas de oro de la “jubilación forzosa” del Estilo Internacional por decisión unánime de la crítica –con la connivencia entusiasta de algunos arquitectos–, se pone en evidencia, por una parte, un interés generalizado por sus productos –lo que ha generado la exhumación editorial de algunos de sus libros canónicos, agotados desde hace décadas– y, por otra parte, la aparición de una arquitectura que –por la homogeneidad de su apariencia y por la difusión que está alcanzando– puede considerarse la reverberación actual de aquel fenómeno en que culminó la primera fase de la arquitectura moderna.

A la hora de hacer el inventario, no se puede obviar la diferencia esencial de la asunción del cometido de la arquitectura por parte de los autores de ambos momentos. El posmodernismo –más allá de su gusto por la composición neoclásica y por los colores pastel– ha calado en las conciencias y, sobre todo, en los modos de mirar: el viejo cometido moderno de ordenar se ha perdido, frente al propósito posmoderno de parecer: el empeño estructurante de aquél está ausente en gran parte de los productos de éste.

En un extremo de la arquitectura que comento está lo que definí hace tiempo como “posmodernismo ortogonal”, es decir, la práctica del proyecto que recurre al uso sistemático de la ortogonalidad como criterio estilístico, vinculado a la apariencia, no como principio universal de orden, relacionado con un modo de entender la forma. Dentro de esa corriente, se incluyen edificios que presentan una estructura espacial desquiciada, tanto por el gravamen de la coyuntura, como por el abandono del proyectista, pero que “luce como si fuera moderna”, es decir, responde a la idea de lo moderno que tiene un corredor de comercio: la ortogonalidad es una mera circunstancia aleatoria, determinada por “cuestiones prácticas”.

Tal situación adquiere una evidencia particular en la obra de arquitectos que, si bien en la mayor parte de sus obras asumen el ángulo recto como disciplina geométrica, en ocasiones especiales recurren a “picos y pliegues”, “oblicuidades sin causa” y otras fantasías similares, por motivos que van desde el presunto carácter “libre” de los programas hasta la satisfacción de conocidas debilidades estilísticas de los jurados. Se trata de un eclecticismo –entre simbólico y pragmático–, que trata de aprovechar en su favor el relativismo del ambiente: rémora intelectual, moral y estética de nuestro tiempo a la que hasta el Papa dedicó unas palabritas, en su discurso de toma de posesión.

No puede obviarse que la arquitectura que comento se ha proyectado y construido habitualmente a través del concurso como procedimiento de encargo, circunstancia que suele pervertir el planteamiento del problema: en efecto, lo más sensato para quien concursa es tratar de seducir a un jurado que, la mayoría de las veces, no tiene otro criterio para acertar que distinguir el producto de un famoso o, en su defecto, de uno que se le parezca, hasta el extremo de llegar a confundirse con él. Ello hace que los jurados estén particularmente atentos a todo tipo de guiños y afectaciones, previamente homologados por una crítica que –por otra parte– suelen ejercer algunos de sus miembros. No voy a insistir en esa curiosa –y, por lo visto, inevitable– forma de selección, pero tampoco quiero obviar las servidumbres que genera y, en definitiva, su influencia negativa, no ya en las obras adjudicadas mediante ese procedimiento, sino en la arquitectura, en general.

Además, la situación contemporánea está determinada por un déficit en el manejo de los programas: por una parte, el programa se reduce a la relación de requisitos funcionales –fenómeno en el que las bases de los concursos han influido de manera decisiva– y, por otra parte, las doctrinas que han hegemonizado la arquitectura de las últimas décadas no han reservado a las condiciones un papel relevante en la configuración del edificio. En cualquier caso, la falta de hábito de concebir a partir de las condiciones específicas del edificio ha generalizado el uso del contenedor atractivo, que –en el mejor de los casos, procediendo al relleno y, en el peor, al embutido– aloja las dependencias previstas en la nómina funcional.

Nada que objetar a quienes proyectan contenedores, conociendo la naturaleza del contenido: algún reparo, en cambio, a que se muestren formalmente activos, cuando en realidad adoptan una configuración arbitraria –es decir, sólo determinada por las novedades de la prensa especializada. El resultado es una arquitectura inerte, carente de la tensión que provoca la contigüidad de dos lógicas diferentes e irreductibles –la del uso y la de la forma– en cualquier arquitectura auténtica.

Quien dude sobre el modo en que la arquitectura moderna elabora su estructura formal a partir del análisis del programa puede consultar alguno de los edificios de Park Avenue antes mencionados: el edificio de Gordon Bunshaft para la Pepsi–Cola es un ejemplo de síntesis entre las condiciones urbanas, figurativas, funcionales y constructivas, del que la arquitectura moderna actual debería aprender.

Una mala interpretación de la autonomía de la forma respecto del programa lleva, en ocasiones, a superponerla a los requisitos de éste, incurriendo en un “formalismo dogmático” que, paradójicamente, suele tener poco de formal; que suele resolverse en el terreno de la pura imagen, desplazando la identidad del edificio desde el cúmulo de cualidades que definen su estructura espacial hasta el conjunto de simulaciones que determinan su apariencia. En realidad, la analogía entre la estructura del programa y la que da consistencia al edificio es la condición para que se produzca la sintonía necesaria entre dos criterios de orden compatibles pero autónomos. La intensificación de tal compatibilidad es, precisamente, lo que provoca la tensión genuina de la arquitectura del Estilo Internacional, y es justamente la ausencia de esa tensión una de las limitaciones de un sector importante de la arquitectura que comento.

La identidad del edificio es, en efecto, lo primero que se resiente, de modo que esa arquitectura llega a ser genérica sin ser universal, es decir, homogeneiza las situaciones en que surge, debido a la falta de capacidad para asumir lo específico de cada una de ellas: la reducción de la noción de forma a la mera apariencia, sólo disciplinada por una noción operativa de estilo, hace que a menudo se identifique el valor de una obra de arquitectura con la simple corrección estilística, lo que equivaldría a valorar la obra de un escritor por lo esmerado de su caligrafía.

No; la arquitectura profesional contemporánea no busca la singularidad en cada caso –ni la marca de autor, como pretende la “emblemática”–, sino que se integra en una imagen genérica, asumida como cierta impronta de contemporaneidad. Probablemente, esa apariencia de arquitectura del tiempo –unida a la “sensatez estilística” que habitualmente distingue a sus propuestas– es la razón por la que suele acumular éxitos en concursos para programas de vivienda pública y edificios institucionales de envergadura limitada.

Relacionado con el componente de simulación que anida en un sector importante de la arquitectura que comento, está el estatuto de la construcción en el proceso de proyectos: a menudo, el sistema constructivo no se considera como un marco para concebir, sino como un mero instrumento para resolver situaciones concretas. Este uso instrumental de la técnica determina que sus elementos básicos se conviertan, a menudo, en obstáculos a evitar, por temor a que “ensucien” la idea: no hay que olvidar que las generaciones de arquitectos que más suelen recurrir a esta arquitectura se formaron en “el concepto” como estímulo y, a la vez, referente ideal del proyecto.

El hecho de obviar la construcción en la concepción del edificio conduce muchas veces a una arquitectura visualmente invertebrada, sin la tensión ni los acentos que la estructura soportante suele provocar en la estructura espacial; depilada, sin las huellas que un sistema constructivo solvente deja en el cuerpo de los edificios. Más que sencilla, alguna de esas arquitecturas parece simplificada, es decir, “depurada” por la supresión de algunos elementos básicos; inexcusables, tanto constructiva como visualmente.

El Estilo Internacional, en cambio, utiliza el sistema constructivo como marco que estimula y, a la vez, disciplina la concepción: observando las imágenes de los distintos momentos históricos de la arquitectura, se aprecia cómo, en todos ellos, la representación de la estructura –no son otra cosa los órdenes clásicos– proporciona las pautas sistemáticas sobre las que se establece la estructura espacial. No fue hasta los años sesenta del siglo pasado que el abandono de la concepción moderna dió entrada a figuraciones que, o bien se pliegan a los pormenores de construcción, o bien ignoran la sistematicidad virtual que incorpora todo sistema constructivo bien fundado: en el primer caso, no puede hablarse de representación de la construcción, sino de afectación constructiva; en el segundo, no hay otra sistematicidad ni disciplina que el registro material de una intención, lo que aparta la obra de la esfera del arte, para llevarla a la de la mera expresión personal.

No tiene sentido continuar discutiendo si los perfiles metálicos de las fachadas de Mies van der Rohe son resistentes o simples molduras: la representación de la construcción puede coincidir, en ocasiones, con la construcción real y, en otras, no. No cabe duda de que en el primer par de edificios en Lake Shore Drive (1951), de Mies van der Rohe, los perfiles metálicos que recorren la fachada en sentido vertical tienen una misión resistente: al menos, para construir y garantizar la fachada, como podrá comprobar quien eche un vistazo a algún libro solvente sobre el autor; es de sobras conocida la fotografía en la que una grúa aproxima un fragmento de la retícula de la fachada, de varios módulos de ancho y algo más de dos plantas de altura.

No es el mismo caso del segundo par de edificios contiguos a los anteriores, construido tan sólo tres años más tarde: la entrada del aluminio merma notablemente la capacidad resistente de los perfiles, por lo que el planteamiento constructivo es distinto. Esta situación resulta todavía más evidente en el resto de edificios destinados a viviendas que Mies van der Rohe construyó más hacia el norte, a orillas del mismo lago: en efecto, los perfiles de aluminio de la fachada tienen un reducido cometido resistente, si bien los edificios no presentan merma alguna de tectonicidad. No se trata de “expresar la construcción”, ni de exhibir las huellas de su proceso material –como pidieron algunos de los objetores de la modernidad, en los años cincuenta–, sino de dotar a los artefactos de la condición de lo construido: de entender las obras de arquitectura como universos materiales estructurados con criterio de consistencia, de modo que el hecho de ser realidades vertebradas es una condición consustancial a su naturaleza.

No creo que nadie, a estas alturas, reproche a Palladio por haber resuelto la fachada de la Iglesia del Redentor, en Venecia, con la superposición de dos frontones que reflejan la estructura del espacio interior sólo de manera figurada. De todos modos, a quien, a pesar de todo, le asalten problemas de conciencia –habituales entre los que encuentran dificultades para distinguir entre los criterios de la ética y los de la estética–, le aconsejo recurrir a Konrad Fiedler, quien hace casi siglo y medio dijo que “el problema del arte es de verdad, no de sinceridad”. ¿Cuál es la diferencia? Mientras la sinceridad se basa en la adecuación de la obra a una realidad ajena, la verdad se basa en la coherencia interior de la realidad artística que se considera.

Por otra parte, la dificultad para juzgar –es decir, para reconocer los valores del objeto– determinó que los arquitectos posmodernos renunciaran a cualquier criterio que no fuera la fidelidad a una “idea” –o “concepto”– formulada previamente por el autor, sin otra consideración que los impulsos de su estado de ánimo, es decir, dando rienda suelta a sus obsesiones personales. Tal “conceptualización” del proyecto obvia cualquier reconocimiento de la obra que no pase por la identificación de la ocurrencia que la estimuló –y que, a la vez, la legitima.

No debe extrañar, pues, que la confluencia de la reducción del valor de la obra a lo ingenioso de su apariencia y la institución de “la idea” como instancia relevante de la concepción determinaran la irrelevancia de la mirada –entendida como instancia de intelección visual– y, en cambio, propiciaran la fortuna de una opticidad primitiva y banal, que desplaza el cometido del arquitecto al de un “creativo” publicitario. Tal desplazamiento de los criterios de proyecto comporta relegar la construcción al estatuto de simple recurso técnico para solucionar los problemas que el proyecto plantea a menudo: es decir, se abandona la noción de sistema constructivo que delimita el ámbito, tanto de la concepción como de la descripción material del proyecto.

La escasa tectonicidad de gran parte de la arquitectura que comento es –como se ve– producto inmediato de la combinación de las dos características a las que me acabo de referir: en efecto, el énfasis en la apariencia –frente a la consistencia formal– y el uso de la técnica como solución particular –no como sistema de relaciones que disciplina la configuración– han convertido gran parte de la arquitectura contemporánea en un producto basado en la ficción constructiva, que sólo a base de la chapuza y del despilfarro consigue alcanzar la mínima verosimilitud física que la demanda exige.

No se puede infravalorar tampoco la generalización de una idea falsa de abstracción, a la hora de reconstruir la genealogía de la atectonicidad esencial de gran parte de la arquitectura contemporánea: una concepción equívoca de la “pureza moderna” lleva a rechazar elementos constructivos por temor a que interfieran o desvirtúen “la idea”. Jamás se había visto el empeño de cierta arquitectura actual en escamotear los elementos estructurales: en ocasiones, los pilares se absorben vergonzantemente en los alojamientos más inconfesables, o se sobredimensionan para que el concepto se exprese “con más rotundidad” –lo que supone una insensibilidad equivalente; en cualquier caso, la estructura aparece a menudo como una rémora que sólo si se desfigura puede resultar aceptable.

La desconsideración de la estructura se extiende al resto de elementos constructivos: la supresión de coronamientos y escupidores, la falta de atención a las discontinuidades materiales –la atención excesiva y tópica a encuentros irrelevantes ilustra un menosprecio similar a la mirada–, provocan muchas veces una arquitectura próxima a los escenarios de los videojuegos, necesariamente simplificados –acentuando sus rasgos más banales– para provocar el “mayor impacto” con el mínimo consumo de memoria.

En la arquitectura del Estilo Internacional, la definición del pormenor es tarea previa a la concepción, ya que –en la medida que es una intensificación de la construcción, una síntesis del sistema constructivo– establece el ámbito de posibilidad de la forma. El edificio del Ayunamiento de Rodovre (1956), de Arne Jacobsen, no puede concebirse al margen de la solución de la carpintería de las fachadas acristaladas: sólo alguien con la mirada dispersa verá en ese edificio un bloque anónimo, cerrado con una carpintería de catálogo. La condición de que las hojas sean todas practicables y la necesidad de arriostrar los extremos de los voladizos sobre los que se monta el cerramiento vítreo obligó al arquitecto a proyectar una solución ejemplar: tanto la decisión de utilizar el perfil de acero inoxidable en T para alojar los marcos de acero y atirantar los forjados, como el acabado brillante de la testa que da al exterior, resuelven los requisitos del planteamiento estructural y provocan, paradójicamente, la máxima ligereza visual en unos elementos cuya anchura total –entre los marcos y el perfil en T– se aproxima a los diez centímetros.

Valga el comentario al edificio de Rodovre para sugerir el modo en que en la arquitectura del Estilo Internacional se plantea la concepción a partir de un sistema constructivo ya experimentado, resultado de la evolución de uno ya conocido o proyectado de nuevo para la ocasión. Un sistema constructivo que –como se ha visto– tiene un cometido importante en la disciplina material del edificio, pero, al mismo tiempo, una incidencia definitiva en la realidad visual del mismo. El Estilo Internacional culmina una arquitectura que consigue incorporar la claridad formal del clasicismo, la perfección material del artesanado y la subjetividad trascendente que supone el hecho de concebir sin atenerse al “tipo” convencional.

Directamente relacionada con lo anterior, en ciertos sectores de la arquitectura que comento se aprecia una clara tendencia “a lo pijo”, es decir, a una “alegre autocomplacencia en su propia banalidad esencial”: en estos casos, un gusto hedonista por el detalle, como objeto de culto en sí mismo, casi al margen de la obra, parece que trata de compensar el descuido manifiesto de otras escalas del edificio. La afectación –que, en otros casos, convierte la obra entera en una mueca constante– adquiere aquí un virtuosismo capaz de confundir a un inexperto. El ingenio se agota aquí en un pormenor que, lejos de comprender la obra –recuérdese a Mies van der Rohe– manifiesta su irrelevancia, en la medida que no consigue fecundar a la totalidad, por lo que está condenado a la condición de exhibicionismo autónomo.

Es interesante observar como, en las arquitecturas que incurren en tal patología, el pormenor se afronta a menudo con un criterio formal ajeno –contradictorio, en ocasiones– al que rige en el conjunto del edificio: así, es frecuente ver edificios “expresionistas” con soluciones particulares claramente “neoplásticas”. Es una muestra de cómo el eclecticismo –que tantos éxitos ha cosechado en las últimas décadas– ofrece un doble semblante a la promesa de libertad sobre la que se basa: por una parte, actúa con total disponibilidad estilística, es decir, a cada caso, un estilo, en función “del carácter y la dignidad del edificio”, como hace un siglo; pero, por otra parte, riza su propio rizo en un alarde de disponibilidad: cada elemento con su estilo, de modo que la arquitectura se convierte en una ensalada que apetece, tanto por su variedad como por lo escabroso del aliño.

Relacionada con la peculiaridad anterior está la insistencia en la textura –entendida como trama inerte de naturaleza óptica–, que acaba, por una parte, obviando cualquier problema de estructura formal –es decir, del sistema de relaciones que soporta la identidad del artefacto– y, por otra parte, homogeneizando la variedad de recursos que confluyen en la obra.

Dicha textura –que, por lo que se ve, se ha convertido en emblema de la contemporaneidad– se reduce habitualmente a cierta sistematicidad aleatoria, que anuncia libertad y desparpajo, aunque, en realidad, homogeneiza las obras que la lucen, introduciendo en la ciudad un tono veraniego –casi mediterráneo– claramente impertinente en determinados escenarios urbanos, por su incompetencia para responder al enclave o por motivos de carácter urbano.

La reducción de los valores de la arquitectura a la simple “explicabilidad” de sus productos –consecuencia directa del proceso de conceptualización típicamente posmoderno– determina la pobreza visual de gran parte de la arquitectura contemporánea que se considera moderna: es relativamente habitual el descontrol de las escalas, el descuido de la relación entre las partes y el todo, la ausencia de matices en los encuentros entre materiales. Perece como si, al descubrir la “textura”, se hubiera dado con la solución del problema de la unidad; porque, en efecto, mucha de la arquitectura que comento permanece encallada en la cuestión de la unidad: su matriz posmoderna proyecta sombra sobre la cuestión de la identidad –correlato moderno de la unidad clasicista–, lo que determina ese carácter genérico e internacional, en el peor sentido de la palabra.

Quisiera señalar, a ese respecto, la sutileza formal y visual que había alcanzado el Estilo Internacional cuando era acusado precisamente de obcecación estilística e insensibilidad visual: el calificativo de “racionalista” sirvió para –haciendo un alarde sin precedentes de negación de la evidencia– ensombrecer los valores de una arquitectura cuya precisión y consistencia se han dado rara vez en la historia, dando a entender que eran “producto inmediato de la razón, en connivencia diabólica con la lógica de la máquina”.

No creo que sea preciso insistir en lo que es una evidencia: pocos discutirán, en este momento, que hay más sensibilidad en el vestíbulo de la Lever House (1952) –por poner un caso– que en media docena de portadas de las revistas contemporáneas más vendidas.

De todos modos, si la sensibilidad se coloca en su sitio y la simulación, en el suyo, basta echar un vistazo a cualquier obra proyectada en los años cincuenta o sesenta por Arne Jacobsen, Egon Eiermann, Gordon Bunschaf –por referirme sólo a tres arquitectos de la misma generación–, pero también por Alejandro de la Sota, Rafael de la Hoz o Francesc Mitjans –por referirme a algunos españoles contemporáneos suyos–, para disipar cualquier duda acerca de la riqueza visual de la arquitectura “racionalista”.

La arquitectura que trato de glosar se suele apoyar más en el gusto –entendido como fidelidad a ciertas preferencias figurativas– que en el sentido de la forma, es decir, confía más en la capacidad para reproducir clichés reconocidos que para captar las relaciones que ordenan la configuración de la realidad sensible y concebir estructuras formales adecuadas y consistentes.

La circunstancia anterior la aboca, en ocasiones, a identificar la sensibilidad con la afectación, de modo similar a como los anuncios de detergentes suelen insistir en la fragancia como evocación metonímica de la limpieza. Da la impresión de que muchas veces se aspira a una arquitectura más aseada que precisa, en la que determinada fotogenia asociada al “minimalismo” propicia una tendencia a lo escaso, que no siempre coincide con lo justo.

Argumentar que los arquitectos del Estilo Internacional procedieron de modo similar, repitiendo una y otra vez el mismo edificio, con idénticas soluciones técnicas y estilísticas, son ganas de convertir la miopía en categoría crítica. En efecto, el parecido entre determinadas arquitecturas del Estilo Internacional –que la banalidad de la mirada contribuye a incrementar– se debe, en todo caso, al uso de sistemas constructivos análogos, para concebir edificios que debían resolver programas similares, en condiciones urbanas parecidas y con criterios estéticos equivalentes. Estoy convencido de que los cambios en determinadas soluciones, con incidencia definitiva en lo visual, que determinó el paso del Seagram Building (1958) al Federal Center (1959–1974) –literalmente consecutivos y ambos de Mies van der Rohe, como se sabe–, está suscitando y, sobre todo, va a suscitar más tesis doctorales –por mucho que siga decayendo ese género literario– que la mayoría de edificios emblemáticos –es decir “sorprendentes, complejos e imaginativos”– de las últimas décadas.

Tras lo visto, a nadie debe extrañar que la arquitectura que comento se haya concebido y proyectado con una escasa conciencia visual de la arquitectura del siglo XX. La idea de la modernidad de la arquitectura contemporánea es escasa y deficiente: reducida a unos cuantos rasgos más relacionados con la apariencia que con la forma, transmitidos por escuelas –y, sobre todo, por revistas–, convencidas de que la modernidad en arquitectura no fue más que un “relevo en el lenguaje”, y recibidos por jóvenes arquitectos que formaron su sensibilidad en centros comerciales y parques temáticos, con el refuerzo diario de los escenarios de la televisión.

El mito de la innovación constante, por un lado, y el recurso al concepto –en detrimento de la mirada– como criterio de verificación del proyecto –y de la vida–, por otro lado, han determinado la incultura visual sobre la que se apoya la existencia, en general. En realidad, esa arquitectura se alimenta de materiales iconográficos acumulados en un período de ocho a diez años –a lo sumo–, lo que le provoca una precariedad evidente de recursos que induce al abuso de soluciones inadecuadas –pero vistosas– en las situaciones menos indicadas.

No se me escapa el peligro inherente a una caracterización tan genérica como la que ahora concluyo: la identificación de rasgos comunes provoca, a menudo, la pérdida del matiz. Entre la arquitectura que participa del fenómeno que he tratado de glosar, hay obras de calidad e interés desigual: de ningún modo debe verse en la consideración conjunta como un propósito de forzar la realidad para conferir verosimilitud al comentario, es decir, el abuso de una mirada injustamente homogeneizadora, poco atenta con los atributos específicos de obras concretas; tal simplificación sería contraria, precisamente, al espíritu que animan estas páginas.

En todo caso, visto el fenómeno desde la perspectiva que propicia el paso del tiempo, resulta paradójico que, cuando están próximos a cumplirse cincuenta años del abandono del Estilo Internacional, “para liberar así la arquitectura de coacciones que pudieran comprometer su destino libre” –entendiendo por ello, por lo que se ha visto, lo puramente arbitrario–, las actitudes que parecen más comprometidas con la misión ordenadora del proyecto convergen en un “estilillo” idéntico en las áreas geográficas y culturales más distantes, que confunde a menudo lo sistemático con lo meramente regular; lo peculiar, con lo pintoresco; la sencillez, con la simplificación afectada. Una arquitectura que acentúa la componente operativa respecto de la estética; que parece afrontar cada proyecto con el único propósito de salir del paso, de despejar la situación, por esta vez: una arquitectura –en suma– que resulta genérica, sin ser universal.

A este respecto, resulta, cuando menos, revelador el constatar que, tras cincuenta años de desorientación artística y doctrinal, recorridos en una huida frenética hacia delante –para escapar de los rigores de una arquitectura que, por lo que se ha visto, superó el horizonte estético de “los sectores más inquietos de la profesión y la crítica”–, los arquitectos traten de salir de su desconcierto practicando una suerte de estilillo que incorpora la mayoría de los vicios que, a mediados de los años cincuenta, se atribuyeron al Estilo Internacional. Vicios inexistentes en aquella arquitectura, denunciados por unos críticos y arquitectos, cuya inquietud, precipitación –y, ¿por qué no decirlo?, insensibilidad– impidió valorar la dimensión estética e histórica de la arquitectura que quisieron jubilar.

En realidad, el fenómeno, en su conjunto, se puede describir diciendo que el abandono de la modernidad trató de compensarse, interesándose en la lógica conceptual de la apariencia de la obra, en lugar de centrarse en la lógica visual –formal– de su configuración. Una lógica conceptual que tiene que ver más con la categorización del propósito personal que con la abstracción de los valores universales del objeto. Dicha conceptualidad se muestra libre por su falta de determinación, cuando a menudo su desorientación se debe a la falta de criterio.

Lo anterior tiene su origen en el cambio radical en la noción de arte que se operó a partir de los años sesenta del siglo XX: al abandonarse “las formas de la modernidad”, se renunció a la idea de arte constructivo –formal–, sobre la que se basa la arquitectura moderna, para adoptar una práctica orientada al espectáculo, ligera y hedonista, es decir, populista y banal; no ha de extrañar, pues, el desplazamiento de la actividad del proyecto desde la construcción de la identidad del objeto hasta la mera gestión de su imagen.

No sé si la descripción del fenómeno tiene más importancia que la mera constatación de la complejidad de los ciclos históricos: no creo que sirva para rectificar –en el sentido de hacer más rectos– los itinerarios de la historia, proceso construido por la articulación de grandes ciclos, como se sabe. De todos modos, la levedad de los principios y la provisionalidad de los criterios visuales que se aprecian en grandes sectores de la arquitectura que comento –su dependencia de lo estilístico, en el sentido más banal del término– le provocan una indefensión clara ante los embates de la coyuntura: en cualquier momento, puede aparecer una nueva doctrina de urgencia, capaz de hacer tambalearse convicciones tan precarias y, de ese modo, recuperar el itinerario errático habitual en la arquitectura de los últimos cuarenta años.

Probablemente, la pretensión de referir la arquitectura a mitos colectivos no es más que una obstinación de quienes tienen una idea viciada de las relaciones entre al arte, la sociedad y su tiempo histórico; a quienes no se resignan a aceptar que en momentos como el presente, la práctica artística difícilmente supera el ámbito del compromiso personal con la historia y consigo mismo. En ese caso, cualquier hipótesis de una convención estilística –por mínima que fuera– sería sólo un espejismo provocado por las ganas de agradar –en una sociedad que no está adiestrada para apreciar, sino para consumir– de unos profesionales que no tienen otro horizonte estético que la tenue reverberación –desfigurada por el enrarecimiento de la cultura actual– del último gran episodio de la historia del arte.

[Texto. Helio Piñón]