Poetas / Voltaire


Cuando sale del colegio, cualquier joven se plantea el dilema de si se dedicará a médico, abogado, teólogo o poeta. De los abogados y médicos ya nos hemos ocupado; ahora diremos algo de la fortuna prodigiosa que algunas veces consigue el poeta.

El teólogo que llega a ascender a la dignidad de papa tiene a sus órdenes, no sólo domésticos teológicos, cocineros, coperos, barrenderos, médicos, cirujanos, reposteros y predicadores, sino también un poeta. Ignoro qué loco sería el poeta de León X, como David fue durante algún tiempo el poeta de Saúl.

De todos los empleos que se pueden tener en una casa principal, indudablemente éste es el más inútil. Los reyes de Inglaterra, que conservan en su isla muchos antiguos usos que se han perdido en el continente, tienen su poeta oficial con la obligación estricta de escribir todos los años una oda en elogio de santa Cecilia, que antiguamente tocaba tan bien el clavicordio que un ángel descendió del cielo para oírlo de más cerca.

Moisés es el primer poeta que conocemos, aunque debemos suponer que mucho antes de su época los egipcios, caldeos, sirios e hindúes, conocían la poesía, puesto que conocían la música. El hermoso himno que cantó Moisés con su hermana María cuando salieron del mar Rojo es el primer monumento poético escrito en versos hexámetros que ha llegado hasta nosotros. No opino, como Newton, Leclerc y otros, que fue escrito unos ochocientos años después del acontecimiento y aseguran que Moisés no pudo escribir en lengua hebrea porque ésta no es más que un dialecto sacado del fenicio, que Moisés no podía saber. Tampoco soy de la opinión del sabio Gnet, quien afirma que Moisés no podía cantar porque era tartamudo y no pronunciaba bien. Si creemos a los mencionados autores Moisés es menos antiguo que Orfeo, Museo, Homero y Hesíodo. A primera vista se comprende que tal opinión es absurda. Tampoco pienso contestar a otros desenfadados que suponen que Moisés es un personaje imaginario, un remedo de la fábula del antiguo Baco, que cantaban en las orgías todos los prodigios que obró Baco, atribuyéndoselos después a Moisés, antes que se supiera que había judíos en el mundo. Semejante idea se invalida por sí misma.

También hubo un excelente poeta judío que a no dudar fue anterior a Horacio, el rey David, estando probado que el Miserere es infinitamente superior al Justum ac tenacem propositi virum.

No deja de sorprendernos que los primitivos poetas fueran legisladores y reyes cuando en la actualidad se encuentran bastantes personas bondadosas para querer ser poetas de los reyes. Virgilio no ejercía en verdad este empleo en el imperio de Augusto, ni Lucano el de poeta de Nerón, pero confieso que envilecieron algo la profesión considerando dioses al uno y al otro.

Puede preguntarse por qué siendo la poesía tan poco necesaria en el mundo ocupe tan elevado lugar en las bellas artes. Lo mismo puede decirse de la música. La poesía es la música del alma, sobre todo la de las almas grandes y sensibles. Uno de los méritos de la poesía, por todos reconocido, es que dice más que la prosa y con menos palabras. No me ocuparé de otros encantos de la poesía porque son conocidos, pero sí diré que no hay verdadera poesía sin gran sensatez. Pero, ¿cómo puede armonizarse la sensatez con el entusiasmo? Pues como hacía César, que trazaba el plan de una batalla con gran prudencia y una vez realizado combatía con furor.

Ha habido poetas locos, cierto, pero precisamente por eso fueron malos. El hombre que sólo tiene dáctilos y espóndeos en su cabeza rara vez es hombre de sensibilidad; en cambio, Virgilio estaba dotado de una razón superior. Lucrecio era un mal físico, y en esto se parecía a toda la Antigüedad. La física no se aprende con la imaginación; es una ciencia que sólo puede estudiarse con instrumentos y éstos todavía no se habían inventado. Descartes no sabía más que Lucrecio cuando sus llaves abrieron el santuario, y hemos andado cien veces más camino desde Galileo, que fue mejor físico que Descartes, hasta nuestros días, que desde el primer Hermes hasta Lucrecio y desde Lucrecio a Galileo.

Toda la física antigua pertenece a una escuela absurda, lo que no ocurre con la filosofía del alma y del buen sentido, que con ayuda del talento sopesa con justicia las dudas y verosimilitudes. Este es el gran mérito de Lucrecio, cuyo tercer canto es una obra maestra del buen pensar: argumenta como Cicerón y se expresa a veces como Virgilio. Al afirmar que Lucrecio razona como un metafísico excelente en el tercer canto no quiere decir que tenga razón; podemos argumentar con un criterio vigoroso y equivocarnos, si no nos ha instruido la revelación. Lucrecio no era judío, y los judíos eran los únicos en el mundo que tenían razón en tiempos de Cicerón, Posidonio, César y Catón. Al poco tiempo, durante la dominación de Tiberio, los judíos dejaron de tener razón y desde entonces sólo los cristianos tuvieron sentido común. De manera que no era imposible que consideraran necios a Cicerón, Lucrecio y César, comparándolos con los judíos y con nosotros, pero es preciso convenir que para el resto del humano linaje fueron tres grandes hombres.

Confieso que Lucrecio se suicidó, igual que Catón, Casio y Bruto, pero pudieron muy bien quitarse la vida y haber tenido razón como hombres de talento durante su existencia.

Es indudable que los herejes fueron quienes empezaron a desencadenarse contra la más bella de las artes. León X resucitó el teatro trágico y no necesitaron otro pretexto los protestantes para decir que eso era obra de Satanás. Ginebra y muchas ciudades de Suiza pasaron ciento cincuenta años sin consentir que se tocara un violín. Los jansenistas, que hoy bailan alrededor del sepulcro de san Paris, para edificar al prójimo prohibieron en el siglo XVII a la princesa Conti que enseñara a bailar a su hijo porque era un acto profano. Esto pese a que era preciso tener gracia y saber bailar el minué, y como tampoco querían que tocara el violín, el director espiritual autorizó finalmente que enseñaran a bailar al príncipe Conti al son de castañuelas.

Algunos católicos algo visigodos de la parte de acá de las montañas temiendo los reproches de los protestantes, llegaron a escandalizarse más que éstos y así fue como, poco a poco se fue estableciendo en Francia la moda de difamar a César y a Pompeyo y negar ciertas ceremonias a personas que estaban a sueldo del rey y trabajaban con permiso de los magistrados. Nadie protestó contra semejante abuso, por no malquistarse con hombres poderosos, por Fedra y por otros héroes de siglos pasados. En su fuero interno, todos reconocían que ese rigor era absurdo, pero todo el mundo callaba y acudía al teatro a oír las representaciones de las buenas obras dramáticas.

Roma, de donde los franceses hemos aprendido nuestro catecismo, no lo usa como nosotros; siempre supo acomodar las leyes a los tiempos y a las necesidades. Distinguió bien entre los descarados titiriteros, con motivo censurados de antiguo, y las obras teatrales de Trissin y varios obispos y cardenales que contribuyeron a resucitar la tragedia. Actualmente, en Roma se representan comedias en los conventos a las que asisten las damas sin suscitar ningún escándalo, y nadie cree que los diálogos que se recitan sean una infamia diabólica. No hace mucho, unas monjas representaron la obra Jorge Dandín en un convento de Roma, asistiendo a la función multitud de damas y eclesiásticos.

Los prudentes romanos se guardan muy bien de excomulgar a los jóvenes que cantan de tiple en las óperas italianas; ya es bastante castigo haberles castrado en este mundo y no necesitan condenarse en el otro.

En los buenos tiempos de Luis XIV ponían en los espectáculos un banco que llamaban de los obispos. Se sabe que, durante la minoría de Luis XV, el cardenal Fleury, por aquel entonces obispo de Frejus, porfió por reinstaurar esa costumbre. Pero otros tiempos exigen otras costumbres. En apariencia, somos más cultos que cuando Europa entera acudía a admirar las fiestas francesas, cuando Richelieu hizo revivir el teatro y León X hizo renacer en Italia el siglo de Augusto, pero llegarán días en que nuestros nietos, al leer la obra impertinente del padre Le Brun, exclamarán con sorpresa: ¿Es posible que los franceses se contradigan de ese modo y que la más absurda barbarie irguiera orgullosamente la cabeza entre las más bellas producciones del intelecto humano?

[texto. François Marie Arouet, Voltaire]